China
"Hasta hace unas décadas, cruzarte con un ciudadano chino en España era una rareza. Los chinos eran un juego y las chinas, esas piedrecitas que molestaban en el zapato o que servían para divertimento de chavales armados con un tirachinas. Algunos después crecían y se hacían con otras chinas, de hachís, para otro tipo de divertimentos", la palabra del día de Isaías Lafuente
Madrid
Si medio mundo habla en estos días China, hablemos hoy y aquí de la palabra china. Como nombre propio, nos encontraríamos ante un más que probable epónimo, porque el país asiático recibiría el nombre de la primera dinastía imperial, la dinastía Chin, como si hubiéramos decidido bautizar nuestro país como Borbonia, más o menos. Y de ahí sus naturales recibieron un gentilicio calcado, que no es frecuente. No son chineses ni chinoles, son chinos y chinas. Y punto.
Hasta hace unas décadas, cruzarte con un ciudadano chino en España era una rareza. Los chinos eran un juego y las chinas, esas piedrecitas que molestaban en el zapato o que servían para divertimento de chavales armados con un tirachinas. Algunos después crecían y se hacían con otras chinas, de hachís, para otro tipo de divertimentos. Y aprovechando la lejanía de los naturales de China, les fuimos adjudicando características denigratorias: trabajar uno como un chino o engañar a alguien como a un chino, quizás fruto de un pasado esclavista, o tocarle a alguien la china, signo de mala suerte. Y si queríamos rechazar algo de manera contundente, soltábamos un "naranjas de la china" y nos quedábamos tan campantes. Hoy las cosas han cambiado. Con frecuencia comemos o compramos en un chino, nos cruzamos con alguno de los más de 220000 chinos censados en España o con alguna de las más de 20000 niñas adoptadas por familias españolas en el último cuarto de siglo. Y debemos cuidarnos de decir según qué cosas que hoy rechinan.