Queremos vermú a precio de vermú
La inflación y el marketing vermutero dispara los precios y achica las cantidades
Palma
Como otra burbuja imparable, el vermú vive momentos de gloria. España es un país de burbujas, y no precisamente las del cava. Da igual que sea la inmobiliaria o la de los patinetes eléctricos. Es que somos muy noveleros. Yo, el primero. Este vino, de puro origen europeo -el rojo de Italia y el blanco de Francia, aunque vermú significa ajenjo en alemán- ha terminado por explosionar gracias a una renovación completa del contenido y el continente. Algo similar a la burbuja de las ginebras y las tónicas durante los diez últimos años o a la de las cervezas artesanales. En el horizonte se anuncia la revolución de la sidra.
Curiosa sofisticación para una bebida popular donde las haya, el vermú de toda la vida, que incluso logró darle su nombre a la hora del aperitivo. Sinécdoque vermutera. En el norte se le conoce incluso por el cariñoso apelativo de «marianito». De grifo, con un lamparazo de soda, con hielo o sin ella, ha sido el rey del aperitivo para muchas generaciones de españoles.
La base tradicional de vino blanco ha sido hoy generosa e imaginativamente ampliada: tintos, jereces -Pedro Ximenez o palomino- , rosados etc. Y a los aderezos clásicos – ajenjo, cascara de naranja, clavo y azúcar– se le añaden hoy todo tipo de raíces, botánicos, hierbas, flores, frutas y especias. Estupendo. De hecho, la mayoría de los nuevos vermús están riquísimos. Mis favoritos son el Yzaguirre clásico y sobre todo el reserva de la casa, el Miró de Reus, el de Martínez Lacuesta, uno cántabro por nombre Siderit, el clásico madrileño Zarro; uno estupendo de Morata de Jalón (Zaragoza) llamado Turmeón, que incorpora una parte de vino envejecido en toneles durante 80 años; el Golfo, que tiene su gracia, el Oliveros reserva de Bollullos Par del Condado (Huelva); y el gallego Sardino. De los de Jerez y la zona gaditana me quedo con tres. El Atamán (Barbadillo), el que más me gusta de todos: seco y amargo con bases de manzanilla; el Sanatorio de Manuel Aragón de Chiclana; el Lustau y la Copa de Gonzalez Byass, con canela, clavo, con una nariz a la que un enólogo llamaría «fondo de iglesia». De los foráneos, un clásico, el Carpano fórmula antica, con base de moscatel de Piamonte.
Citaría otra veintena, todos de nivel, pero el tema no es este. El tema es el precio del vermú por copas. La irrupción de nuevas marcas -producto renovado e innovado, marketing actual- ha llevado a los bares y restaurantes a una inflación del precio que los aleja del consumo popular y que muchas veces no se justifica. Precio, calidad…y cantidad. Parecen olvidarse que se trata de un vino, no de un destilado de malta. Hoy el célebre «Dosdedos» no es el pistolero más rápido al oeste del Río Pecos, sino la medida universal que utilizan para el vermú. Si le sumamos los dos cubitos de hielo y el twist de naranja, estamos pagando el vermú a precio de oro: desde los 4 a los 7 euros. Salvo locales especializados, la mayoría de botellas que circulan andan entre los 6 y los 10 euros. No tiene sentido el precio de la copa. En muchos casos, con tres copas se paga la botella. Además el abuso vermutero ofrece un efecto curioso de observar: a medida que te alejas de Madrid sube la cantidad que te sirven en la copa y baja el precio que te cobran. ¡Cuánto daño ha hecho el centralismo!
En fin, que bienvenidos sean todos los vermús del mundo, con su innovación botánica, su experimentación organoléptica, su afán de trascendencia, su cuidado estilismo marquetiniano, sus leyendas de nuevo cuño y su canesú. Porque la verdad es que la mayoría están buenísimos. Pero, en los bares, que sea a precios razonables. Queremos vermú a precio de vermú. Si no es mucho pedir.