Gastro | Ocio y cultura
Antonio Coronil

‘Gastronomía de vida’

Nuestro colaborador narra la vida de una pareja, de principio a fin, a través de la gastronomía

Firma Antonio Coronil, 'Gastronomía de vida'

Firma Antonio Coronil, 'Gastronomía de vida'

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Algeciras

Ella pensó que nada en el mundo podía saber mejor que aquellas alitas de pollo. Por eso, desde niña ella era la encargada de ir al de la esquina a por el pollito de máquina. Mientras esperaba, veía todos esos pollos descabezados, con un bronceado lleno de brillos metálicos, con el culito respingón como los patitos de la feria y las alitas, ¡ay las alitas!, pagaditas al rechoncho cuerpo, como se agarran las abuelas la rebequita cuando refresca. Y vueltas y vueltas y el olor, ese agradable olor, que alimentaba su hambre.

Cuando fue muchachita, el cielo quiso que cara y cuerpo se compaginaran en un todo armónico. Sus largas piernas aumentaban en su justa dimensión al llegar a su espalda. Su largo talle estaba contorneado de sinuosas curvas, que se cimbreaban en un grácil caminar. Pero, además, su cara no hacía demérito a su juncal figura, que unido a su carácter amable y risueño, hizo que desde los quince tuviese novio formal.

Él era un vecino del mismo barrio, sin estudios pero muy trabajador, quien le juró amor eterno y como lo prometido es deuda, el primer aniversario fue por todo lo alto en el alejado restaurante de las hamburguesas clónicas, donde tomaron el helado con tropezones de galletitas a la luz fundida de una farola del polígono.

La intervención de su padrino de pila fue decisiva para que él empezara a trabajar en el puerto. Las horas eran muchas, pero el sueldo no se quedaba atrás. Por eso y porque los “veintipocos” ya eran muchos años, decidieron irse a vivir juntos. Juntos o más bien adosados, su casa tenía todo los indispensable para acoger a una familia y al cuatro por cuatro, que también se cobijaba en el patio del chalecito. La entrega de la casa se celebró en La Esquinita. Algunas gambas, buen pescado frito y buena bulla a partes iguales y a mejor precio.

Con el pasar de los años, el repartidor motorizado empezó a traer pizzas familiares, que incluían bebidas para cuatro y un juguetito para la playa. Y como los niños tuvieron el acierto de nacer los dos en verano, los buffet de los “todo incluido” de ambas costas, sirvieron como convite sin fin de sendos cumpleaños. La extenuación de los grifos de refrescos se vengaba con las noches en vela a causa de tanta coca-cola ingerida.

Por el décimo aniversario de la boda que no fue, ella quiso sorprenderlo con unos anexos de silicona que vinieron a subir lo que la elíptica del gimnasio no fue capaz de elevar. Y él la asombró con un viaje, sin los niños claro, al mejor restaurante del mundo, que regentan unos hermanos en el levante español.

La carta era una retahíla de palabras de dudosos significados, sobre todo teniendo en cuenta que pudieron leer textualmente: “sorbete de camomila, gelatina de caléndula, nube de violeta y aceite de jazmín”. Nada más parecido a la repisa del cuarto de baño.

Y así fue, como entre marinados, crujientes, espumas y aires pasó la velada que regaron con un vino que ni cosechado en el Himalaya podría ser más caro. Se retiraron al hotel a repasar la cuenta que daba buena cuenta de que aquello estaba todo buenísimo.

Como los postres ponen fin a una comida, fue un bombón de poquísimos años el que puso final a su historia en común. El mismo día que ella rozaba la cuarentena, por el pasillo largo del juzgado, aquella mujer de capa negra, le informó que ya estaba todo arreglado. Que se había llegado a un buen acuerdo, que todo resultó cómo ella previó. Que de los gastos, se hacía cargo él. Que la casa y un coche quedaban para ella.

Y para los niños…, se reconoció una buena pensión de alimentos.

 
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