...Y de postre, ortiguillas

Jerez de la Frontera

Al barrio de Santiago le pasa como al resto del casco histórico de Jerez, que a pesar de la despoblación, la miopía e inacción política y las décadas de abandono, es muy difícil arrebatarle ese alma ó ángel que le permite sobrevivir al paso del tiempo y las circunstancias. No obstante, salvo alguna iniciativa privada aislada, el barrio que es referente en todo el orbe por su monumentalidad y por los artistas que ha parido, sigue sin reconocerse a sí mismo porque los vecinos de siempre fueron reemplazados en gran parte por malhechores que, aprovechando la desidia generalizada, se han hecho fuertes en un entorno de miseria.

Por suerte, el colectivo "Jerez por Santiago", integrado por gente tan diversa como comprometida, está consiguiendo dar pasos seguros ante el aparente despertar de la administración local, que por lo menos ya muestra cierto interés. Otras iniciativas, como El Chicharrón de Bronce, Jindama o el nuevo freidor, nos invitan a ser optimistas ante el futuro inmediato.

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Entretanto, hay lugares que mantienen intacta su magia. Uno de ellos es El Arco de Santiago. Este establecimiento modesto derramó su magia durante tres décadas de la mano de Agustín Vega. En sus pocos y modestísimos metros cuadrados ha dado cobijo a toreros, cantaores, artistas y personajes de todo tipo. Al mediodía era muy habitual ver tomando el aperitivo al gran Moraíto Chico, que vivía justo enfrente; a los Zambo, a El Bo o a Diego Carrasco, ante el asombro de los aficionados de fuera que los reconocían inmediatamente en su hábitat.

Un problema de salud obligó a Agustín a jubilarse y a cederle el testigo a Joselete, de Musho Gitano, pero sus compromisos artísticos le impedían atender el negocio y la propiedad del local y varios clientes pensaron para llevar la gestión en un hostelero del barrio que después de haber sido pescaero como su padre llevaba el bar Las Tres Rejas, otro bujío del mismo perfil de El Arco y lugar de reunión de artistas en la calle Porvenir.

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Luis Garrido Valencia es del barrio. Octavo de diez hermanos, es unos meses menor que Dieguito de la Margara, el talentoso futbolista y genial bailaor, "pero yo bailo mejor por bulerías porque él tiene tres tipos de baile, y yo por lo menos diez", bromea.

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El Arco de Santiago es un lugar difícil de clasificar dentro de la hostelería. En apariencia es un bar de barrio, pero pudiera ser también un freidor, una peña, una taberna e incluso un restaurante. Sea como fuere, está completito este primer viernes de marzo al mediodía. Como uno procura respetar la vigilia cuaresmal y he quedado con dos amigos que también la practican, hemos decidido hacerle una visita a Luis. Las dos mesas de fuera están completas y dentro no se cabe en la pequeña barra. Además, la única mesa disponible dentro está ocupada por dos señoras que parecen haber terminado su consumición, pero que no tienen la menor intención de ceder el sitio. Tampoco nadie de la casa se lo sugiere.

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Mientras esperamos al tercero en discordia, que viene de camino, nos tomamos dos copas de fino y una tapa de ensaladilla apoyados en una minibarrita habilitada en un pilar. Vino fresco de temperatura, pero no tanto como el escarchado del que acabamos de dar buena cuenta en el Tabankino. La ensaladilla es notable, a temperatura ambiente y de las clásicas, incluido el tan denostado pimiento morrón que me encanta.

Cuando llega la persona que estábamos esperando, la mesa de al lado sigue sin desocuparse y nos ofrecen otra fuera, pero como hay anunciada lluvia, aceptamos pasar a un salón de cuya existencia acababa de enterarme. De inmediato nos dirigen a un local anexo donde en tiempos hubo una tienda de pintura que aún conserva el rótulo. El interior es diáfano, con las paredes blancas y desnudas, y de por medio, sin mucho orden, unas cuantas mesas con sus sillas de plástico. Uno de los comensales es Pele, de Navajita Plateá.

Pedimos una botella de Tío Pepe que nos traen en cubitera y de comer lo que Luis decida, pero que no sea carne.

En otra de las mesas hay un grupo de jóvenes tomando pescaíto frito y arrancándose por palmas cuando se encarta. El local no tiene precisamente sistema de insonorización, pero la atmósfera no es desagradable, más bien al contrario. Dos camareras entran y salen con raciones de pescado a la plancha o frito, algún aliño, vino...

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Las dos primeras raciones son de pescado. Acedías del tamaño mediano de las de Sanlúcar de Barrameda. Fritas y tiesas, pero con el interior perfecto. Esperamos unos pocos minutos para comerlas con los dedos. Espléndidas.

También la merluza frita que nos sirven con sobres de mayonesa industrial. Mejor solas. Frescas, bien fritas y escurridas.

Aparece Luis para preguntar cómo vamos. "Empezando", le respondemos. Le recuerdo un almuerzo que tuve con su hermano Diego en el que me hablaba de las papas fritas con huevo que hacía su madre, Margara. De inmediato comenta que el propio Lucio o Mágico González, compañero de su hermano en su etapa en el Cádiz, las probaron y que no habían comido nunca nada igual. "Las cortaba pequeñitas y casi sin mirar, una cosa única que yo no he sido capaz de imigar. Se me ponen hasta los vellos de punta", nos dice emocionado.

Acto seguido, llega una ración de filetitos de atún. De un grosor generoso y al punto de sal, el paso por la plancha ha sido el suficiente para marcar por fuera y dejarlo rosadito y jugoso en su interior.

Se conoce que la plancha es una de las señas de identidad de la casa, como demuestran con un calamar fresquísimo al que acompañan de una rodajas de tomate. Buen género fresco de tamaño considerable y con el tiempo de plancha imprescindible para disfrutarlo.

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Los pedimos también fritos y el resultado es otra fritura prodigiosa, generosa en cantidad y con el toque de unas manas expertas que saben lo que hacen.

Durante el almuerzo se dan situaciones casi inverosímiles provocadas por personajes que entran y salen del local. Uno de ellos trae varios envases con frambuesas de Palos. Compramos un par de ellas para el postre, aunque la primera impresión es que les falta dulzor.

En estas regresa Luis con un fuera de carta (en realidad casi todo lo es, ya que dependen del mercado). Unas ortiguillas de buen aspecto, nada de producto congelado. Una vez en la boca confirmo la buena impresión inicial. La anémona está frita en la buena línea de todo lo anterior y de buen tamaño. Dentro es todo sabor marino, untuosidad y frescura. Probablemente, de las mejores ortiguillas que ha comido, y la primera vez que las tomo de postre. El Arco de Luis Garrido es así.

Después de servirnos de postre unos bombones helado de Hacendado, retomamos la tertulia con Luis. Nos dice que la próxima vez tenemos que probar el guiso de rabo de toro. Le recuerdo que en tiempos de Agustín ponía un plato que no he olvidado: unas papas aliñás de manual con un huevo frito en lo alto (moda que se ha extendido ahora casi con todo, pero que en El Arco de Santiago hacen desde hace lustros).

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