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¡Larga vida a la 'pibonexia'!

¿Cuántas veces has pensado que no eras capaz de expresar con palabras lo que sentías? En ese momento habrías juntado varias en una para definir sus emociones o para describir a una persona. Los acrónimos sirven para formar expresiones como 'pibonexia', la palabra que ha puesto de moda una conocida humorista

Susi Caramelo en el Teatro Calderon de Madrid. / Beatriz Velasco/Getty Images

Susi Caramelo en el Teatro Calderon de Madrid.

Granada

La rutilante humorista Susi Caramelo ha puesto en circulación una nueva palabra con la que ha intentado condensar lo que parece una actitud vital: pibonéxica. El neologismo al parecer se lo propuso el guionista y también cómico Luis Álvaro, con el que colabora habitualmente, y ella misma se encargó de explicarlo de forma muy gráfica en un programa de televisión: “Que creo que estoy que te cagas de buena todo el rato”.

Se mostró sorprendida por la extraordinaria repercusión alcanzada por el término a través de las redes y, orgullosa por su hallazgo, hizo incluso un llamamiento a la Real Academia Española para que lo introdujera en el Diccionario de la Lengua Española. Pero esta, como es sabido, observa la evolución de las nuevas creaciones antes de evaluar su implantación y tomar la decisión de incorporarlas.

De momento no se ha hecho eco de él, pero tampoco otros organismos como la Fundéu BBVA, siempre atenta a las innovaciones lingüísticas en la prensa española y a su eventual normalización. ¿Cuáles son las claves del éxito de esta palabra? ¿Perdurará en el tiempo, como augura la humorista?

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Aunque es cierto que no se puede prever al cien por cien la acogida que van a tener los neologismos, hay algunos rasgos que garantizan al menos su impacto y popularización inmediata. En la palabra pibonéxica encontramos al menos dos: el procedimiento empleado en su formación y, sobre todo, la habilidad de haberle dado forma a una sensación que ya rondaba de forma etérea y abstracta por nuestras cabezas.

La acronimia

Pibonéxico/a surge a partir de un mecanismo de formación de palabras llamado acronimia, que resulta muy productivo en la actualidad. La voz “acronimia” procede etimológicamente del griego y debe su significado a los formantes akros (‘extremo’) y ónoma (‘nombre’): consiste, por tanto, en la creación de una palabra a partir de los extremos formales de al menos otras dos.

Así ocurre con innovaciones humorísticas como la de analfabestia, por unión de “analfab[eto]” y “[b]estia”, o con el nombre con el que el periódico chileno La Nación bautizó al distrito financiero de la capital: Sanhattan, que se explica a partir de la unión de “San[tiago]” y “[Man]hattan”.

Pibonéxica, en definitiva, no es sino la combinación por acronimia de una voz coloquial, “pibón”, y el final del adjetivo “[anor]éxica”. Ambas son palabras muy conocidas y que resuenan enseguida en la mente de los hablantes.

Pibón, en concreto, procede de la voz pibe, que significa ‘niño’ o ‘joven’ y está muy extendida en el habla argentina (como “el pibe de oro” se apodaba cariñosamente a Maradona); su unión con el sufijo aumentativo –ón hizo que se lexicalizase (es decir, que desarrollase un significado propio y distinto) y hoy se utiliza justamente para referirse a una persona atractiva, o “buena que te cagas”, según Susi Caramelo.

La palabra anoréxico/a, por su parte, se conoce –esta vez, desgraciadamente– por hacer referencia a un síndrome o trastorno de ansiedad relacionado con la alimentación. Consiste, en última instancia, en una percepción distorsionada del propio cuerpo: la persona que lo sufre se ve obesa a pesar de tener, objetivamente, un índice de masa corporal muy reducido.

Sobre ella se formó, de hecho, la palabra vigoréxico (“vigor[oso]” + “[anor]éxico”), que se atribuye a quienes nunca se ven lo suficientemente petados, a pesar de que estén cachas, y mucho. En nuestro caso, Susi explica a la perfección, mutatis mutandis, la índole específica de su particular contradicción somática: “Existen unos cánones establecidos en la sociedad, a lo que no me ajusto, pero aun así sigo pensando que estoy buena”. Y, por si no ha quedado claro, añade: “Si me pongo al lado de una modelo de Victoria’s Secret, creo que estoy más buena que ella”.

El concepto ya existía, pero la palabra, no

La segunda clave tiene que ver con la oportunidad de haberle puesto un nombre a algo –una sensación, un sentimiento, una actitud, una emoción, etc.– que en cierto modo todos reconocemos haber pensado o sentido pero que no podíamos expresar. Encontrar de repente una palabra o expresión con la que identificar lo inefable resulta casi mágico; es un alivio, me atrevería a decir.

Dentro de la corriente pragmática que se conoce como Teoría de la Relevancia, Dan Sperber y Deirdre Wilson advierten justamente de esto: el cerebro funciona como una especie de almacén de múltiples informaciones que no siempre tienen una forma material. En otras palabras: estamos acostumbrados a asociar conceptos con palabras, pero esta relación no es biunívoca. ¿Cuántas veces han sentido que no podían “explicar con palabras” lo que sentían?

El concepto de felicidad se le quedaba corto al futbolista Diego Milito, por ejemplo, para expresar la sensación que le embargó tras marcarle dos goles al Bayern de Múnich en una ocasión: “No puedo expresar con palabras esto que he vivido. Me hace muy feliz. Hemos luchado mucho para alcanzarlo”.

Esto es así porque los conceptos que almacenamos en nuestra memoria se dividen en tres tipos de compartimentos, podríamos decir, o, en términos relevantistas, tres “entradas”: la léxica, la enciclopédica y la lógica. Sucede que a veces falta la léxica, esto es, la formal, la que nos ayuda a identificar fónica y gramaticalmente el concepto en cuestión.

Mamihlapinatapai, la palabra más concisa del mundo

Por ejemplo, ¿han sostenido alguna vez esa ‘mirada cargada de significado que comparten dos personas que desean iniciar algo, pero que son reacias a dar el paso para comenzar’? Pues tiene un nombre: mamihlapinatapai. Claro, que lo tiene en yagán, lengua indígena de Tierra del Fuego, Argentina. Esta palabra, curiosamente, está reconocida en el libro Guinness de los Récords como la palabra más concisa del mundo.

En efecto, a veces no nos queda más opción que intentar explicar nuestras sensaciones a través de perífrasis y circunloquios, pero siempre existe la posibilidad de que algún otro idioma haya acuñado un término para ellas, por razones de índole cultural, social, histórica, etc.

Hay ejemplos muy curiosos. En alemán existe la Schadenfreude, sentimiento que caracteriza a esas personas especialmente mezquinas que se alegran íntimamente por el sufrimiento de otros o se regodean en las desgracias ajenas.

En francés tenemos el dépaysement, es decir, esa sensación de extrañeza o nostalgia que se apodera de nosotros al abandonar nuestro lugar habitual de residencia y enfrentarnos de repente a un entorno desconocido.

Estas palabras no las hemos adoptado en español, pero sí otras: por ejemplo, morriña, que tomamos prestada totalmente, tanto con su forma como con su significado –es decir, como “extranjerismo crudo”– del gallego; o la metáfora salir del armario, concepto que hemos calcado del inglés to come out of the closet, a partir de los formantes equivalentes en nuestra lengua.

El español también ha creado conceptos sorprendentes para los hablantes de otros idiomas. Uno de ellos lo conocen ustedes perfectamente: la vergüenza ajena. La sentimos cuando la conducta de un tercero, en la que nos vemos de algún modo reflejados, nos parece embarazosa o directamente ridícula.

Es justamente el sentimiento que explotaron con gran acierto los creadores de la magnífica serie de Movistar Vergüenza. Menos mal que sus capítulos duran veinte minutos, pues como espectadores sería difícil reprimir durante más tiempo la necesidad de gritar “tierra, trágame”.

Habrá quien haya sentido vergüenza ajena ante la actitud pibonéxica de Susi Caramelo (o al menos a partir del episodio de su particular “lluvia dorada”, que también rememoró en el programa de Pablo Motos).

Esteban T. Montoro del Arco, Profesor titular de Lengua Española, Universidad de Granada

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

 
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