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Museo de Irak, el corazón de un país

Paseamos con una de las arqueólogas de la institución que mejor resume el presente de una ciudad marcada por la guerra

Alvaro Zamarreño

MUSEO DE IRAK, EL CORAZON DE UNA NACIÓN

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Bagdad

Permitan que el periodista deje un poquito más de sí de lo habitual en esta historia. Pero entrar en la gran sala Asiria del Museo de Irak, en Bagdad, es como volver a los inmensos manuales de Historia Antigua que estudió en la facultad. Comprender la importancia de aquellos imperios de hace milenios era complicado desde la distancia.

Aquí, hoy, no lo es en absoluto. Los inmensos frisos de piedra con bajorrelieves transmiten una sensación de poderío, que culmina con el portal flanqueado por los dos ‘lamassu’, figuras medio toros alados, medio humanos que hace cientos de años nos hubieran dejado entrar al palacio real. “Este no es un lugar convencional -nos dice Luma al Duri, arqueóloga y responsable de programas educativos del museo-; estás entrando al imperio asirio y eso es muy especial. No eran gente normal. Eran fuertes, inteligentes, construyeron un gran poder”.

Luma al Duri nos ha llevado sin dudarlo hasta la que cree que es la sala más especial del museo en el que trabaja desde hace 20 años. “Me encanta mi trabajo, -nos dice feliz de guiarnos hoy- y como iraquí me siento muy orgullosa de trabajar aquí”.

Álvaro Zamarreño

Álvaro Zamarreño

El Museo de Irak fue inaugurado en 1966 para albergar las riquezas arqueológicas de un país que ha visto pasar imperios desde el surgimiento de la primera civilización hasta el esplendor del Bagdad de los abasíes en la Edad Media. En 2003 esta institución simbolizó la vergüenza de una guerra ilegal que, a cambio de acabar con un tirano, destruyó al Estado y la sociedad iraquíes.

A pesar de los avisos previos, las tropas estadounidenses que entraron en Bagdad en abril de 2003 dejaron desprotegido el museo. Su personal llevaba varios días en casa, por la propia violencia de la guerra, pero también por el toque de queda impuesto por la nueva potencia ocupante. Ante la actitud pasiva de los militares estadounidenses, durante varios días el museo fue saqueado impunemente. Se llevaron más de 15.000 objetos arqueológicos (prácticamente todo cuyo peso no impidió el traslado). Hay varios relatos documentados de aquellos días, por ejemplo el de Matthew Bogdanos en Los ladrones de Bagdad.

“Lo vi en la tele -recuerda Luma- y no lo creí. A los tres días vinimos y vimos que todo estaba dañado: galerías, expositores, las puertas de las cámaras... y muchas de las piezas robadas o destruidas”. Lloró y se indignó, como todos sus colegas. Pero como la mayoría de ellos, no se resignó y se pusieron manos a la obra.

Luma cuenta en cada rincón del museo dos historias: la de hace cientos de años en que surgió la pieza expuesta; y otra la de hace 15 años, con el periplo que esa misma pieza pasó. Delante de dos relieves de tamaño medio recuperados del mercado negro, nos explica que “fue un trabajo duro”, en que tuvieron que perseguir las piezas, a veces por medio mundo. Se creó un departamento especial que localizaba las piezas e intentaba traerlas de vuelta. A veces en los tribunales, pero otras muchas recomprándoselas a los propios saqueadores. “Para nosotros era más fácil, recuerda, porque a veces era difícil probar ante un tribunal que la pieza era tuya”.

El Museo de Irak atravesó un largo proceso de rehabilitación, hasta que fue reabierto en 2015. Luma guió ese día al primer ministro Haidar Al Abadi por las mismas salas que un día fueron saqueadas. En esos mismos días de 2015 otro grupo de bárbaros, en este caso de Daesh, se dedicaba a saquear -para destruir o vender- las piezas del museo arqueológico de Mosul, o de los yacimientos de Nimrud, en el norte de Irak. “También lo vi en la tele y lloré, preguntándome qué le pasa a Irak, -rememora Luma-. Nuestra historia de nuevo destruida, hay que reescribirla y de nuevo perseguir nuestras piezas en el extranjero para traerlas de vuelta”.

Pero reabrir el Museo de Irak en esos mismos días en que Daesh todavía estaba a unos pocos kilómetros de Bagdad, era la mejor manera en que los iraquíes podían decir a otra horda destructora más que no iban a rendir su patrimonio histórico fácilmente.

 
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