¿Un abuso o el fin de un abuso?

Madrid

Es una desgracia, pero vamos a tener que resignarnos a vivir siempre en un columpio. No se atisba cuándo podremos pisar suelo firme. La inestabilidad que se instaló entre nosotros hace unos cuantos años tiene toda la pinta de haber venido para quedarse y los pactos de Estado, que era costumbre invocar como un bien muy deseable, ya nos dan risa.

En la justicia se ha librado siempre la batalla más encarnizada de la democracia. Tal vez sea así en todas las democracias. En los Estados Unidos, la lucha por el control del Tribunal Supremo siempre fue de un refinamiento feroz. En España, el Consejo General del Poder Judicial ha sido y es, para escándalo de la ciudadanía, el escenario más impúdico de la batalla partidista. Ha sido o ha permitido que lo pareciera, una extensión del gobierno de turno, una calamidad agravada cuando el PP pierde el poder, pues se agarra como una lapa a esa institución y no hay quien despegue.

Pesa mucho el sustrato histórico de hegemonía conservadora en la justicia, que es así parece tener carácter permanente. El actual Consejo, heredero de la época en la que gobernaba el PP con mayoría absoluta, sin disimulo ni siquiera para salvar las apariencias, incumple el mandato constitucional que obliga a su renovación a los cinco años. Y así, en funciones, desde hace más de dos, ha tenido el cuajo de nombrar a 50 cargos, 13 de ellos vitalicios. Bueno, pues con la misma falta de disimulo, ni siquiera para salvar las apariencias, el Gobierno ha dado un puñetazo en la mesa para forzar esa renovación con una reforma legal que le permita saltarse al PP en el Parlamento. "Una cacicada", dicen unos. A mí me parece más bien una argucia legal para poner fin a la cacicada de un bloqueo, pero en todo caso es un episodio político de primer orden con el que los principales actores en el Gobierno y en la oposición nos comunican que el tiempo de las esperanzas de pactos quedó atrás. Que la polarización es extrema y que no es una mala racha.

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