Decía Cortázar (en gíglico)
Madrid
Decía Cortázar: Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sústalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso…
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Quizás alguno de ustedes no sabía hasta ahora que entendían glíglico, al menos a nivel de usuario: no captan el significado de todas las palabras, pero sí el sentido general. Cortázar inventó el glíglico, al que dedica el captítulo 68 de 'Rayuela', esa jerigonza que imita la estructura del español, su puntuación y su entonación, pero que cambia los sonidos y juega con las palabras sin limitaciones.
Fernando Iwasaki, siempre original, apuntaba en una conferencia que los amantes comparten siempre un glíglico más o menos evolucionado, muchas veces compuesto por apodos, diminutivos y anécdotas de un momento glorioso reducido a una palabra. Cómo nos avergonzaría que el amplio mundo supiera cual es nuestro sobrenombre glíglico, concluye; que el director del instituto fuera Superpapihmmm. Que la vecina, a la que oímos gemir en noches inspiradas, fuera Chuchiflumfluna.
Pero en realidad el glíglico, por mucho que se empeñen los expertos en que se emplea como un lenguaje de amantes, posee muchos más registros. Algo similar al Jabberwocky, el lenguaje ininteligible que usa Lewis Carroll en el poema del mismo título o al lenguaje de los grifos en las antiguas baladas alemanas, o al que Chewbacca o R2-D2 usan para comunicarse con pocos errores.
Cortázar, ese gigante con un cigarrillo y un juego de palabras siempre preparado, ese ser muy poco terrestre que llegó a la realidad hace ahora 105 años, fue durante toda su vida traductor. Conocía bien esos mecanismos invisibles de las lenguas, los que hacen que podamos comprender de manera intuitiva el significado una vez que controlamos la gramática. El glíglico es la pesadilla del traductor perezoso, la némesis del perfeccionista, y el paraíso del juguetón. Refleja, no nos olvidemos, una de las funciones más humildes y más útiles del idioma: la comunicación, el que un niño balbuceante pueda expresar su malestar con monosílabos y mucha actitud, o que los adolescentes, durante el periodo más intenso de su incomprensión vital, sean capaces de entenderse entre sí con apenas cuatro palabras reiterativas.
El glíglico se nos antoja riquísimo, creativo y maravilloso, y muchos de los argots sociales, empobrecedores y vulgares; pero cumplen la misma función. El lenguaje no es patrimonio de nadie: ni de la RAE, ni de quienes corrigen a la RAE, ni de los escritores, ni de quienes lo destrozan con onomatopeyas y palabras baúl en las que todo cabe. Pertenece a los hablantes, como un dado mágico que arroja un resultado diferente cada vez que cae sobre el tapete de juego: emotivo, comunicativo, iterativo, científico, profesional, evocativo. Lo interesante del glíglico es aquello a lo que induce, lo que tranforma palabras sin sentido en una emoción clara e incluso en un argumento. La poesía, la buena poesía, logra algo parecido. Se va más allá del sentido para invocar un nuevo hueco en el tiempo.
Pero ya he dicho que el glíglico no es únicamente para los poetas o para los amantes: a mi juicio resulta utilísimo para las greñas y los momentos de extrema violencia, en la que la mente ve rojo y la lengua se seca. Escuchen con atención en los atascos, y escucharán peleas en glígico, monólogos de agresividad glígica y estamufeante. Y déjenme que esta descripción de un enfrentamiento cortazariano entre la Fifa y la Tota sean, por hoy, mis últimas palabras.
“Como no le melga nada que la contradigan, la señora Fifa se acerca a la Tota y ahí nomás le flamenca la cara de un rotundo mofo. Pero la Tota no es inane y de vuelta le arremulga tal acario en pleno tripolio que se lo ladea hasta el copo”.