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Roma y sus obeliscos

El egiptólogo Labib Habachi, fue el primero en comparar los obeliscos egipcios con los modernos rascacielos de nuestras ciudades. Y ciertamente no puede haber mejor símil para definir el aspecto que debieron de tener estas gigantescas agujas de piedra a los ojos de un sorprendido egipcio de hace más de 4.000 años. Los romanos fueron conscientes de la magnificencia de estas enormes agujas y por ello la capital de Italia cuenta hoy con una colección de obeliscos que supera con creces la que hay incluso en el propio Valle del Nilo

SER Historia: Viaje a la antigua Roma (01/09/2019)

SER Historia: Viaje a la antigua Roma (01/09/2019)

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Madrid

El obelisco que se encuentra en la plaza Laterana de Roma es, con diferencia el más alto de entre todos los que han llegado en pie hasta nuestros días. Frente a la iglesia de San Juan de Letrán se levanta esta joya de 32,18 metros de granito rojo de Aswan con un peso superior a las 450 toneladas. Se lo debemos al faraón Tutmosis III (1450 a. C.) quien lo erigió en un lugar desconocido del templo de Karnak en honor del dios Amón-Ra. Si a estas medidas añadimos que parte de su tronco fue cortado en su relevantamiento en el siglo XVI, podemos presuponer que fácilmente hubiera alcanzado en su altura original los 35 metros, si no es que llegó a igualar al obelisco inacabado de Aswan de 42 metros.

Símbolos de poder y conquista

Tan descomunal tamaño atemorizó en el siglo I d. C. al mismísimo emperador Augusto (63 a. C. 14 d. C.), quien se negó en rotundo a llevárselo, temeroso de generar un afrenta con los dioses. Tres siglos después Constantino I el Grande (288-337 d. C.) decidió enviarlo a Roma para que fuera colocado en el Circo Máximo. Pero un exceso de confianza hizo que la base y la parte inferior del obelisco se perdiera para siempre ante el asombro de los técnicos romanos que, incrédulos, se preguntaban cómo demonios pudieron los antiguos egipcios, con métodos totalmente primitivos, elevar esta impresionante aguja sana y salva. Tuvo que ser el emperador Constancio II, sucesor de Constantino, quien definitivamente se llevara los restos del obelisco hasta la capital del Imperio.

El autor latino Amiano Marcelino (330-395 d. C.) relata la odisea del traslado en los siguientes términos: “Para alzar las vigas que fueron traídas y colocadas de pie, de manera que lo que se podía ver era un bosque de grúas, fueron fijadas extensas y resistentes cuerdas en tal cantidad, que taparon el cielo como si se tratara de una tela de araña. (...) poco a poco fueron levantando [el obelisco] por el espacio que quedaba libre [entre la arboleda de grúas], y después fue sujetado por un buen rato, mientras miles de hombres daban vueltas a modo de un molino de piedra, colocándolo finalmente en el centro del circo,...” (17,14).

 
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