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Martha Gellhorn, el valor por obligación

Martha, estadounidense, sureña, perteneció a esa hornada de periodistas que, aún veinteañeros cuando estalló la Guerra Civil española, viajaron como reporteros de guerra para apoyar la causa republicana

Martha Gellhorn brinda con Ernest Hemingway en el Stork Club de Manhattan el 29 de noviembre de 1940. / CORBIS

Martha Gellhorn brinda con Ernest Hemingway en el Stork Club de Manhattan el 29 de noviembre de 1940.

Madrid

Qué importante es ofrecer una versión propia, el que la voz se alce y narre: de otra manera, de Martha Gellhorn nos quedarían unas pocas frases, en su mayoría condescendientes, otras insultantes, de ese enorme agujero negro que fue Hemingway. Él la convirtió en su tercera mujer, en una dedicatoria al inicio de Por quién doblan las campanas y en uno de los blancos preferidos de sus iras cuando ella lo abandonó. Ella lo transformó en un episodio más de su larga vida, le restó importancia con los años (posiblemente porque Hemingway no era tan importante como se pensaba) y continuó con aquello en lo que creía: la vida, el valor, contar historias.

"Tenía la firme convicción de que contar la historias podía cambiar la vida"

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Quizás haya que explicar que Martha, estadounidense, sureña, perteneció a esa hornada de periodistas que, aún veinteañeros cuando estalló la Guerra Civil española, viajaron como reporteros de guerra para apoyar la causa republicana. Pero en su caso no obedecía a una moda pasajera: previamente recorrió su país, asolado por la Gran Depresión, y redactó informes y artículos para Eleanor Roosevelt, con la firme convicción de que contar las historias podían cambiar la vida. Las impresionantes fotografías de Dorothea Lange, con la que colaboraba, lograron que Estados Unidos no pudiera mirar para otro lado. De ahí surgió su libro The Trouble I’ve seen.

Estuvo en el Hotel Florida de la Gran Vía de Madrid con Hemingway, Dos Passos y otros, que elaboraban teorías sobre el fascismo y su avance. A diferencia de ellos, no le bastaba la retaguardia. Se coló en el desembarco de Normandía, disfrazada de camillera, encerrada en un cuarto de baño. Su valor avergonzaba a otros reporteros menos osados, que no cejaban de decir que aquel no era trabajo para una mujer.

De ascendencia judía, denunció los campos de concentración cuando aún se negaba su existencia en Europa. Las líneas de que dedica a Dachau y a los esqueletos con vida que encuentran allí rasgan el alma. No deja nunca de sorprenderse por el horror, ni de narrarlo con idéntica furia.

En 1945 Hemingway, tras varios años de quejas y de llamadas de atención, colmó su vaso. El escritor hacía todo lo que podía por entorpecer sus viajes y su trabajo. ¿Eres reportera de guerra, o eres mi mujer? La respuesta fue tajante. Ni su prosa ni su carácter soportaban tonterías. Primero en sus crónicas, luego en sus libros, Martha otorgaba el protagonismo a los insignificantes, a las mujeres, a los anónimos. Frase corta, sencilla e impactante. Otro paso, otra guerra. Allá va. Lean El rostro de la guerra. Ahí cuenta todo. Casi todo.

Porque después llegará Vietnam, y las guerras arabe-israelíes. Ya era una anciana cuando cubrió Guatemala o El Salvador, y pasaba de los 80 cuando informó de la invasión estadounidenses de Panamá. No le importaban las polémicas, pero prefería la verdad. Una puede ser en la vida lo que se le antoje, siempre que esté dispuesta a pagar un precio por ello. Y entre otras cosas, como precio a pagar por su libertad, Martha decidió cuándo deseaba morir. Fue en 1998. Se había quedado ciega y dependiente, sus amores eran cosa del pasado. La mujer esbelta que vigilaba su peso, que se dedicaba siempre unos minutos de gimnasia al día, que vestía con corrección incluso bajo las peores circunstancias, porque afirmaba que una buena presencia resultaba algo imprescindible abrirse paso en el mundo, tomó una píldora de cianuro.

 
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