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Dickens, pobre niño rico

Sus obras vibran con verdad y con autenticidad. Salvo por la irritante perfección de sus personajes protagonistas, narran algo que no podemos ni olvidar ni pasar por alto

Charles Dickens por George Herbert Watkins, 1858. / GEORGE HERBET WATKINS

Charles Dickens por George Herbert Watkins, 1858.

Madrid

El niño Dickens ganaba seis chelines por su jornada laboral en la fábrica de betún, en Charing Cross. Se encargaba del etiquetado. El día de descanso, el domingo, se dirigía a la cárcel para encontrarse con su padre, preso allí por deudas. Su familia, siguiendo la costumbre de la época, vivía con él, en su celda de Marshalsea. Les entregaba el dinero, regresaba a la casa en la que se hospedaba. Leía alguno de los libros que le ayudaban a olvidarse de su vida miserable: El Quijote, Tom Jones, Robinson Crusoe.

El autor riquísimo y afamado no se olvidaría de la desolación de ese niño obrero que no encontraba sino crueldad en su entorno. Como los héroes de sus libros, se empeñaría en describir que era posible salir de esa miseria, y, a diferencia de Andersen, otro niño pobre al que enriqueció la literatura, creía en la buena suerte, quizás porque casi siempre la tuvo. Dickens demostraba que los sueños podían cumplirse; vendía tantos libros que casi no daba abasto para satisfacer a sus lectores, que, semana tras semana, esperaban un nuevo capítulo publicado en los periódicos.

Entre ellos se encontraba la reina Victoria; no era de extrañar que él mismo se hubiera comprado un palacio, donde vivía con su esposa y sus diez hijos, algunos de ellos bautizados con los nombres de los escritores que admiraba cuando era niño. Dumas o Wilkie Collins eran sus amigos. Un jovencito aspirante a escritor, un francés llamado Julio Verne, hizo lo imposible por conocerle durante su viaje a París.

Todo resultaba excesivo en él: la pobreza y la riqueza, el abandono y el amor de sus lectores. Su ojo entrenado para la vida lo convertía en un magnífico periodista. Su visión de los negocios, en editor de su propia obra, lo que le dio un mayor control de los tiempos de producción y de cómo presentar sus historias al público. Sin renunciar a lo que podía convertirse, nunca perdió de vista sus orígenes, ni sus sólidos valores religiosos.

Pero una cosa era no olvidar la fábrica de betún y otra reconocer su pasado de pobreza y de ignorancia. La sociedad victoriana no valoraba particularmente el esfuerzo personal, y durante muchos años no se supo que el autor de Oliver Twist o David Copperfield describía su infancia, y no la de unos picarillos idealizados cuya vida le hubieran contado.

La fama de Dickens era un arma de doble filo que le obligaba a un comportamiento impecable: con todo cuidado ocultó su separación, y sus romances posteriores. Ya no nos encontrábamos en la época romántica: los errores sociales se pagaban con moneda de descrédito, y Dickens había vivido y visto lo suficiente como para evitar a toda costa perder lo ganado.

Aún así, sus obras vibran con verdad y con autenticidad. Salvo por la irritante perfección de sus personajes protagonistas, narran algo que no podemos ni olvidar ni pasar por alto. Siglos más tarde, cada Navidad se ve invadida por los tres fantasmas que visitan a Scrooge, y la historia no pierde fuerza. Dickens la escribió lleno de ira al comprobar las condiciones de los niños mineros de Cornualles, como una manera de lanzar una fábula de responsabilidad a los nuevos ricos durante las Navidades, unas fiestas que en 1843 comenzaban a celebrarse en Inglaterra de manera similar a la actual. A ello ayudaron las ilustraciones que acompañaban el texto y que siempre que podía, Dickens mimaba. A saber a qué niño le ayudarían a olvidarse, por un momento, de una vida miserable.

"Su ojo entrenado para la vida lo convertía en un magnífico periodista"

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