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El extranjero. El odio como alternativa a la irrelevancia

Repasamos la primera novela de Albert Camus, publicada en 1942. Su protagonista, en principio, nunca siente nada

Fran Pastor en los estudios de la Cadena SER / LAURA CORONADO

Fran Pastor en los estudios de la Cadena SER

Madrid

"Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Después de todo, era un domingo menos. Mamá estaba ahora enterrada, iba a reanudar el trabajo, y en resumen, nada había cambiado". Estas son algunas de las primeras líneas de El extranjero, la obra más conocida de Albert Camus y además, su primera novela, firmada por el autor en 1942. La obra está ambientada en Argel, cuando aún era una colonia francesa. Un hombre de mediana edad, Mersault, acaba de perder a su madre y ya desde las primeras líneas descubrimos que parece incapaz de sentir algo.

"Quiere morir, pero escapando de la indiferencia que provocó la muerte de su madre"

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El protagonista nunca vive ninguna emoción a lo largo de toda la obra, salvo en casos muy puntuales, y relacionadas siempre con los sentidos: el tacto, el olfato, el oído. Mersault no elabora grandes reflexiones. Solo se fija en aquellas cosas que capta con los sentidos y actúa en consecuencia con aquellas cosas que siente a través del cuerpo. Es la negación de toda la tradición de la filosofía, y también de la religión, según la cual hay una separación entre el cuerpo y el alma. Platón hablaba del mundo sensible y del mundo de las ideas. El cristianismo, de la tierra y del cielo. Bueno, pues Mersault está perdido en el mundo sensible. Solo vive a través del cuerpo. Carece de alma, que dicen quienes han tratado con él. Está arrojado a la existencia, que decía Nietzsche.

El giro principal de la trama nos traslada al momento en el que Mersault camina por la playa y, tras un corto encuentro con un hombre árabe, le dispara. Sin mediar palabra con él y sin ningún motivo aparente. A Camus, que además de periodista y escritor era filósofo, también se le relaciona con Sartre. Y para este último, la voluntad humana es limitada y, como en el caso de El extranjero, está acotada por las pasiones; en este caso, no tanto por estas, sino por los sentidos. La voluntad de Mersault, que disparó al árabe cuando el sol cayó sobre él, también lo está.

Pero nuestro protagonista sí consigue llegar a sentir algo en algún momento. Como cuando su vecino le cuenta que su perro ha desaparecido. En ese instante, él siente el tacto de la mano de este. Algo que no se aleja de la realidad: la inocencia de los animales nos conmueve, muchas veces, más que la falta de inocencia de los humanos. La identidad humana, desde Hegel, o Marx, siempre se ha establecido por oposición a algo. Plebeyos contra ciudadanos, burgueses contra nobles o trabajadores contra patronos. A día de hoy, y desde luego en el año en el que se escribió esta obra, las identidades están disueltas hasta el punto que nos sentimos más cercanos a los animales que a aquel que nos acompaña.

Algo que recuerda a las reflexiones que hizo Judith Butler sobre la guerra de Iraq. El imperialismo crea relatos sobre las vidas que merecen ser lloradas y las que no lo merecen. El otro ya no es solo un adversario, sino un enemigo exterminable. Como contaba el documentalista Michael Moore, los soldados norteamericanos hasta escuchan música mientras disparan, para no oír lo que los otros quieran decir antes de morir. Y, en El extranjero, la vida de este árabe no merece ser llorada, igual que no lo merecía la de su madre, de la que, cuenta Mersault, "siempre estaba en silencio". La palabra, quizá, sea lo que concede valor a la vida del otro. Y Mersault, que morirá ejecutado, apenas habla.

Al final del libro, el deseo del protagonista es que haya personas en su ejecución. Tras meses en la cárcel, sueña con el odio. El odio, como relevancia. El odio como única alternativa a la indiferencia que él lleva sintiendo todo el relato.

 
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