El discman del 97 y los veinte años del 'Alta Suciedad'
El primer trabajo de Calamaro tras Los Rodríguez ha cumplido 20 años
Madrid
En el verano del 97 me compraron mi primer discman. Aquella caja gris y pesada era lo más maravilloso del mundo. Mi objeto preferido. El juguete que me convertía en un chico mayor. El objeto que me validaba en ese otro mundo al que anhelaba llegar. Pero aquella caja por sí misma no valía para mucho. Necesitaba discos y requería pilas. Los discos eran caros y al cabo de unas semanas ya había dado el cambiazo a todos los mandos y relojes de la casa. Por aquel entonces, cada disco era un triunfo. Antes de que internet te permitiese robar canciones, había que pagarlas. Comprar nuevo material era todo un riesgo. Los fallos a la hora de elegir pesaban durante meses y los aciertos se convertían en la banda sonora de tu vida.
Una tarde compre a buen precio el Alta Suciedad de Andrés Calamaro y aquel disco me rompió el discman. Quizá fuese culpa mía. Lo reventé a escuchas, me gasté una fortuna en pilas, incluso llegué a robarle a mi abuela las de la radio de la cocina. Durante un año solo escuché ese disco en el discman, tampoco tenía muchos más. Mi hermano, que tenía muchos discos, no me dejaba sacar de casa los que conseguía extraer de su habitación.
Las canciones de Alta Suciedad se convirtieron en la banda sonora de mis catorce años. Sus letras eran libros y ensayos que escuchaba intentando descifrar mensajes, buscando cosas que solamente yo encontraba y sintiendo, como hacemos todos cuando somos adolescentes, que aquellas frases estaban escritas para mí. Con las canciones me dieron rachas y como mi discman tenía la novedosa tecla de Repeat podía escuchar determinados temas una y otra vez hasta que la pila se iba gastando y la voz de Andrés comenzaba a temblar. Con aquel discman me sentía especial, bendecido por esa tecnología que me permitía poner música a paseos, viajes y esperas.
Aquel aparato, que ahora se vería retro, fue la primera gran revelación de mi adolescencia, mi despertar en la música. Había tenido walkman antes y volví a tenerlos después de aquel cacharro, pero el discman me fascinó a pesar de sus limitaciones tecnológicas y de la escasa estabilidad que tenía cuando te movías. Pero también me permitía ir a las casas de la gente y cotillear entre sus discos, elegir alguno que me llamaba la atención y escucharlo a escondidas. Así descubrí mucha música y así salí de aquel bucle del Alta Suciedad. De allí me sacó John Lee Hooker, que me adentró en el fascinante mundo del blues. Dos años después de llegar a mi vida aquel discman dejó de funcionar. Quizá fuese obsolescencia programa, puede que se debiese al abuso. Siempre lo traté con cuidado, pero se llevó mil viajes por mi torpeza. Tras su adiós, mi colección de discos no había crecido sustancialmente, recuerdo cuatro. El de Calamaro, uno de Sabina, el The River de Springsteen y un recopilatorio de John Lee. Dos años y cuatro discos, álbumes que escuché tantas veces que son parte de mi vida y cuyas canciones están profundamente atadas a recuerdos y personas de mi vida.
Este septiembre aquel disco ha cumplido 20 años y el mundo ha cambiado mucho. Hoy todas las canciones de la historia caben en el móvil y ya no gasto dinero en pilas. Todavía compro discos y lo seguiré haciendo. Lo cierto es que resulta fascinante escuchar en cualquier momento cualquier canción, pero también es verdad que ninguna ha vuelto a tener el poder de aquellas que se escuchaban sin fin porque no había más. Y esas canciones, en aquel largo año de escuchas, siguen teniendo un efecto especial. Alta suciedad, Todo lo demás, Donde manda marinero, Loco, Flaca, ¿Quién asó la manteca?, Media Verónica, El tercio de los sueños, Comida china, Elvis está vivo, Me arde, Crímenes perfectos, Nunca es igual, El novio del olvido. Todavía puedo recitar el orden de aquel disco como se recitaban las alineaciones de los equipos de fútbol cuando jugaban siempre los mejores y no existían las rotaciones. Escuchar el disco veinte años después me devuelve a aquellos años con fuerza, con la fuerza de unas canciones que han envejecido con elegancia. Y mientras suena el disco -ya gastado y demasiado rayado- compruebo con alegría y cierto alivio que sigue siendo un álbum espléndido.