Duelo

Madrid

Ha muerto mi gatita. Hace diez años cayó literalmente del cielo, en el patio de vecinos, con una alita rota que tardó mucho en curar. La traje a mi casa, y se convirtió en la suya. Soportaba de muy mala gana el calor y a menudo me la cruzaba por el pasillo y pasaba a mi lado con prisa, a sus cosas. Era dulce, tenaz, fuerte, y obstinadamente fiel. Creía en un sistema de gobierno aristocrático que presidía desde lo alto de la televisión y que era acatado sin resistencia. Poseía la tranquila seguridad que da la belleza innata, y los preciosos ojos azules de los siameses. Su primera reacción ante todo era refunfuñar de manera preventiva, pero después ronroneaba. No era posible sobornarla con comida, pero se rendía pronto ante las caricias. Daba cabezazos de ternerita para reclamar la atención, y se acurrucaba en brazos como un bebé. Si se ofendía, volvía la espalda al mundo, con un desapego descorazonador. Parecía que siempre que se recuperaría, y que siempre estaría ahí, para recibir a quien llegara en la puerta, a veces medio dormida, y con un reproche preparado porque aquello no eran horas. Sin embargo, supervisaba los juegos de mis hijas y no las perdía nunca de vista. El último año de su vida aprendió a jugar con gomas elásticas, porque hasta entonces había sido una siamesa seria y contemplativa, cuidadosa y limpia. Se ha ido a la nada de donde vino, y me deja diez años de recuerdos y constancia, y algunas plumas de aquella alita rota.