Tetas perfectas, para mí y para cualquiera
Cada semana el alter ego de Celia Blanco nos relata sus experiencias
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Si algo me quedó claro con aquella mujer es que a mí se me conquista con la cabeza. Y con las tetas, bien; también con las tetas. Porque aquella rubia de ojos de gata tenía las tetas perfectas para mí y para cualquiera. Hombre, mujer o cuarto y mitad de lo que quieran. Lista hasta decir basta, me sedujo por su frescura, por su cabeza tan bien amueblada, por su discurso sereno y salvaje a la vez. Porque entendiera desde el segundo párrafo que no me gustan las mujeres para irme con ellas a la cama y no pretendiera sacarme de mi error. Allá yo y mis prejuicios.
Bastó con su espontaneidad para corroborar que conforme avanzaba la charla era yo la que acompañaba los soliloquios rozando con la yema de los dedos el hueco de su cuello entre las dos clavículas, mostrando el mismo despliegue de medios de mi lenguaje no verbal que utilizo inconscientemente con los hombres que me gustan; esos que abusan de camisas blancas en su vestuario; esos que no dejan de mirarme a la cara, esos que quiero follarme a ser posible una noche que no tenga hora para regresar a casa.
Ni con los de las camisas blancas pretendo tener ningún proyecto de vida en común. Se trata tan solo de un buen polvo. Y a ella fue su discurso, su sonrisa de medio lado y ya he confesado que también sus tetas, lo que la eximieron de la obligación de tener una verga.
Tenía la piel cerúlea, sin una sola mácula. Sus volcanes cupieron a la perfección entre mis manos y morder y lamer aquellos pezones me supo a gloria bendita. Acaricié sus muslos, disfruté de la piel de gallina que provocó en los míos. Abrí las piernas y me derretí primero entre sus dedos y después entre sus labios. Los de arriba y los de abajo. Lamí y fui lamida, besé y fui besada, me fundí cuando metió los dedos hasta hacerme gritar de placer, estimulando con las yemas de los dedos justo en la carne que pide a gritos que la palmeen.
Me corrí. Vaya si me corrí.
Casi podría haberse ahorrado hasta el bendito arnés que sacó de su bolso mientras yo me recuperaba. Ese que se ajustó con correajes a la cintura, metiendo sendas piernas por las cinchas y aprovechando el éxito de su primera incursión, volvió a montarme.
Suplimos la rigidez del dildo con la flexibilidad de nuestros cuerpos; repartimos caricias sin mentar los cuadrantes del deseo. Amamos y follamos en la misma desbordante proporción. A ver quién es la lista que vuelve a decir lo de que cuando se mete en la cama necesita una polla. Yo desde luego no.