Gracias a las sobras

No hace demasiado tiempo me quedé unos días solo en casa, y el jueves preparé espaguetis en abundancia. Me comí plato y medio. El viernes volví a comerlos y el sábado repetí, por supuesto. Me dio pena porque no sobró nada para el domingo. Con estos antecedentes, solo me puede parecer de maravilla la ley contra el desperdicio alimentario que va a obligar a bares y restaurantes a ofrecer envases para llevar las sobras, y a los supermercados a donar sus excedentes. Las sobras allanan la vida una enormidad. Yo podría estar años comiendo lo que sobró del día anterior. Hay en ellas algo de salvación, de milagro de última hora, de destello inopinado, de no venir a cuento y, sin embargo, solventar un problema. No tienen el dorado de los platos recién hechos, ni gozan de la plenitud de lo grande, acabado, redondo. Pero siempre terminan por reivindicarse, con un espíritu de justicia y utilidad que te evita que hoy tengas que cocinar. En cualquiera de sus sentidos, las sobras nos facilitan la existencia. Tengo una amiga en cuyo apartamento vas chocando sucesivamente con una butaca rescatada de un cine cerrado, una lámpara de pie que perteneció una vecina que murió, el microondas que le cedió su hermana cuando lo cambió por uno nuevo, la televisión que compró en Wallapop. Las sobras tienden a cierta plenitud. Pasa incluso con las horas del día. Si quitas las de trabajar y descansar, que son la mayoría, aun te quedan las sueltas, que son las mejores: las de leer, las de tomar algo, las de hacer recados y, por supuesto, las de no hacer nada.