Los aplausos tienen eco

Cuando decretaron el primer confinamiento, creí que la pandemia iba a durar solo unos meses. Ya han pasado cinco años. Hace tiempo que se acabó la pandemia; pero se alargó muchísimo más de lo que nadie creía. En aquellos días, leí una entrevista con alguien que explicaba que el final de la pandemia no iba a celebrarse con una fiesta y fuegos artificiales, si no que vendría por desgaste. La pandemia se iría poco a poco y, sin darnos cuenta, nos acostumbraríamos a vivir con el virus domesticado. Cuando empezó a correr la pandemia por el mundo, había más muertos en otros países que en el nuestro. Luego, fue al revés, y moría más gente en España que en los países vecinos. En ninguno de ambos casos, comprendía yo por qué era así, y sentía rabia. Aplaudíamos en los balcones por rabia, por miedo, por agradecimiento, por amor y también por solidaridad. Ya no se usa esta palabra. Hace décadas que la palabra solidaridad define, sobre todo, un tipo de bigote polaco. En vez de solidaridad, hoy se dice empatía, que suena como telepatía, es algo que no es físico. Para que haya solidaridad tiene que haber trabajo, da lo mismo que sea una llave inglesa o un algodón empapado en alcohol. Cada tarde a las ocho, los aplausos salían por las ventanas lo mismo que palomas mensajeras en medio de una guerra, debajo de un bombardeo. Se aplaudía al personal sanitario, a las médicas, a los enfermeros... Ellas y ellos se jugaban su vida y la de sus familias; pero les habíamos dejado solos, sin medios y sin personal. Siguen así. Nos conformamos con pagar a la sanidad pública con aplausos, mientras decimos que hay que prepararse más para la guerra. Nunca olvidaré que ellos fueron nuestros defensores y nuestras víctimas. Y lo siguen siendo.