Las horas muertas
"Si hiciera un cálculo de las horas muertas que acumulo en los viajes, tendría una medida bastante exacta de la cantidad de vida que gasto sintiéndome inútil, pesarosa, alejada de lo que me importa"
Buenos Aires
Un jean, cuatro camisetas, suéters, bufanda. Es fácil armar una maleta para ir al invierno. En cambio, las maletas para la primavera o el otoño son complicadas: puede hacer frío, puede hacer calor, el equipaje se multiplica. Los estadíos intermedios son difíciles. Una bruma que no termina de ser oscuridad. O será que yo me llevo mal con la tibieza. Desde diciembre y hasta ahora estuve en Punta del Este, Madrid, la Coruña, Cádiz, Cartagena de Indias, nuevamente Madrid, Bilbao, San Sebastián. Todos son viajes de trabajo, pero la paradoja es que me invitan porque me dedico a escribir y, cuando uno se dedica a escribir, necesita algo que los viajes aniquilan: continuidad. Estar muchas horas en el mismo sitio para hacer que suceda algo aunque aparentemente no suceda nada. Sumergirse en un tiempo sin tiempo. En estos viajes no existe, al menos para mí, esa posibilidad. Las conferencias, talleres, entrevistas, reuniones, no dan respiro. Y, cuando lo dan, el problema se acrecienta. Hay una zona temible en estos viajes: las horas muertas. La pausa que separa una reunión de la siguiente, una entrevista de la que viene después. En esos breves períodos, regreso al hotel con la esperanza de sacudirme el aturdimiento, pero ese tiempo aprisionado entre una cosa y la otra no sirve para nada. No es propicio para el descanso ni para el trabajo: es tan desagradable como la tibieza. No logro escribir, reflexionar, leer ni, mucho menos, dormir. Estoy repleta de inquietud, de un vacío poroso, confrontada a una híperconsciencia de la soledad incompatible con la vida. Es como vivir sin ser. Si hiciera un cálculo de las horas muertas que acumulo en los viajes, tendría una medida bastante exacta de la cantidad de vida que gasto sintiéndome inútil, pesarosa, alejada de lo que me importa. Me gusta la vida cuando, como dice el poema de Adrienne Hirsch, la pena y la risa duermen juntas. La existencia poderosa. Las horas muertas, en cambio, son una catástrofe en cámara lenta, una ofrenda agónica a un dios que se ríe de nosotros mientras todo lo que podemos hacer es morir de a poco contemplando a través de una ventana un paisaje que no nos pertenece, donde no vive nadie a quien podamos decirle “Querido”. Hay precios altos que no se pagan con dinero. Este -desperdiciar en el insensible limbo gris la única vida que se va a vivir- es uno de ellos.