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Robert Altman: el director de los repartos corales y las historias entrecruzadas.

Hoy, 20 de febrero, se cumple el centenario del nacimiento de Robert Altman, uno de los directores más libres, eclécticos y fascinantes que ha dado el cine americano.

Robert Altman es el único director estadounidense que ha ganado el máximo galardón en los tres principales festivales de cine europeos: La Palma de Oro de Cannes por M*A*S*H, el León de Oro de Venecia por Vidas cruzadas y el Oso de Oro de Berlín por Buffalo Bill y los indios. Era el maestro de los repartos corales, de las historias que se entrecruzan y de los diálogos que se solapan unos con otros. Un estilo que acabó bautizándose con su nombre y por eso, cuando alguien rueda hoy en día de esa manera, se dice que es una película a lo Robert Altman. Él, sin embargo, nunca se daba importancia. “¿Has visto las películas de Howard Hawks?”, preguntaba cuando alguien le decía que era el maestro de los diálogos que se superponen. “Yo se lo tomé prestado”, añadía. Los repartos corales tampoco eran, según decía, ningún mérito, sino una excusa para mostrar y dar libertad a lo que de verdad importa en una película y lo que él más admiraba: los actores. “Me deslumbran tanto los actores. Me pasa cada vez que ruedo”, afirmaba. “No cambiaría ningún momento, ninguna escena de mis películas porque, en realidad, los actores son los que las hacen. Deberían llevarse todo el mérito. Yo me limito a echarme hacia atrás y mirar. Ellos son, en cambio, los que cogen una idea, un guion, y otorgan tres dimensiones a algo que solo tenían dos. Ellos le dan la tercera dimensión, no yo”, decía.

Robert Altman formó parte de la generación de directores que venía de la televisión y que contribuyó decisivamente a transformar el cine en los años 60 y70. Él, sin embargo, nunca se consideró un innovador por sí mismo, sino una parte más de aquel grupo. “Yo lo hice dentro de una corriente en la que éramos muchos. Éramos cientos y todos nosotros progresábamos, escribíamos y filmábamos al mismo tiempo. Yo estoy muy orgulloso de haber estado en contacto con la gente que hacía eso”, aseguraba. De pequeño siempre había mostrado cierto temperamento artístico. Tras servir como piloto de aviones en la Segunda Guerra Mundial se trasladó a Los Ángeles donde intentó abrirse un hueco como letrista de canciones. No le fue demasiado bien e intentó montar un negocio. Creó una empresa para tatuar perros como forma de identificar mascotas. Un negocio que le llevó a la ruina. Así que, con el rabo entre las piernas, abandonó Los Ángeles y volvió a Kansas, su ciudad natal. Allí encontró trabajo en una productora audiovisual. Fue iluminador, cámara, guionista… rodó más de 60 anuncios de televisión y en 1957 consiguió dirigir su primera película, Los delincuentes, una producción de bajísimo presupuesto sobre bandas juveniles que no tuvo el más mínimo éxito. Sin embargo, entre los espectadores, entre los poquísimos que la vieron, había alguien muy especial. “Resultó que Alfred Hitchcock la vio, preguntó por mí y me convocó para una reunión donde le conocí y me contrató para trabajar en su serie de televisión”, recordaba el director.

Robert Altman dirigió varios capítulos de la serie Alfred Hitchcock presenta y así comenzó su carrera televisiva. En los diez años siguientes trabajaría en otras muchas series como Bonanza, Maverick o Combate. Cuando le llegó el éxito en el cine tenía ya 45 años. Altman fue el decimoquinto cineasta al que le ofrecieron dirigir M*A*S*H, una comedia corrosiva sobre una unidad médica en la guerra de Corea que todos los directores rechazaban. El director tuvo la suerte de que, por aquellos días, la Fox estaba muy liada rodando un par de superproducciones y le dejaron hacer todo lo que le viniera en gana, con tal de que no molestase. “Le dije a mi equipo, si logramos mantenernos dentro del presupuesto y no causamos problemas podremos colar la película. Y eso es lo que hicimos”, recordaba. Solo así se explica que pudiera rodar una película como aquella. Ninguna cinta estadounidense había mostrado hasta entonces tanta irreverencia y sentido del humor con un tema tan serio como la guerra. Corría el año 1970 y M*A*S*H, con su humor negro y su mensaje antibelicista, ganó la Palma de Oro del festival de Cannes e hizo que todo el mundo se preguntara quién era aquel tipo larguirucho llegado de Kansas City.

La película consiguió además cuatro nominaciones al Oscar y se llevó el premio al mejor guion, curiosamente en un film en el que muchos de los diálogos eran improvisados por los propios actores. “Ring Lardner, el guionista, vino hacia mí el día del estreno y me dijo: ¿Cómo habéis podido hacerme esto?, no contiene ni una sola palabra de mi guion. Luego ganó el Oscar”, contaba divertido Elliot Gould, uno de los protagonistas del film. Con M*A*S*H Robert Altman mostró al mundo su estilo tan personal de hacer cine. Un cine, como decíamos, con diálogos superpuestos y repartos enormes en los que se mezclaban actores profesionales y amateurs. La fórmula además se podía adaptar además a cualquier género. Dirigió después un excelente western como Los vividores y luego una de cine negro, El largo adiós, en la que Elliott Gould hacía de Phillip Marlowe, el detective privado creado por el escritor Raymond Chandler. Los años 70 representan una de las mejores épocas del cine de Robert Altman. A los títulos anteriores se suman otros no menos interesantes como Buffalo Bill y los indios, California Split, Ladrones como nosotros y sobre todo Nashville, una película que contaba cinco días en el festival de música country de esa ciudad coincidiendo con una campaña electoral. Nashville era un laberinto de situaciones y de personajes que esbozaban en su conjunto un retrato social de lo más corrosivo. En estas películas Altman fue depurando también su forma de rodar, con tomas muy largas y con varias cámaras, un método que daba muchísima libertad a los actores tal y como recordaba Maggie Smith, que trabajó a sus órdenes en Gosford Park. “Recuerdo una escena en la que yo salía de un coche y cuando pensaba que la toma había terminado resulta que salió otra cámara de detrás de un arbusto y yo no tenía ni idea de que estaba allí. Con ese sistema tan fluido el actor se siente muy libre y eso permite al mismo tiempo hacer tomas largas, algo que es muy bueno para los actores”, decía la actriz.

Las películas de Altman no solo son reconocibles por su forma, también por su contenido. Sus argumentos tienen siempre una gran carga crítica, por eso a menudo tuvo problemas con la industria y nunca dejó de ser un outsider en Hollywood. Le gustaba decir que Hollywood fabricaba zapatos y lo que él hacía eran guantes. A principios de los 90 se tomó su particular venganza de la Meca del cine con el retrato mordaz que presentaba en su película El juego de Hollywood, un lugar que se cree el centro del mundo. Altman había triunfado en los 70. Los 80 en cambio comenzaron para él con un gran fracaso. Robin Williams con pipa, gorra de marinero y unos antebrazos descomunales se metió en la piel de uno de los personajes clásicos de los dibujos animados. Popeye era una superproducción de la Disney que resultó un fracaso estrepitoso. Aquella película marcó el comienzo de una mala racha que hizo que los 80 fueran una época de vacas flacas para Robert Altman. Sus películas en esa década apenas tuvieron éxito e hicieron peligrar su status como director. Incluso se alejó de Hollywood y se instaló unos años en Francia. Sin embargo, el director volvió a resurgir con fuerza en los 90 con títulos como el mencionado El juego de Hollywood, Pret-a-porter, Kansas city o El doctor T. y las mujeres, protagonizada por Richard Gere. Y, sobre todo, recuperó prestigio con Vidas cruzadas, una de sus obras maestras; una visión muy ácida de la América de fin de siglo hecha con retazos de vidas tristes y cotidianas.

A pesar de tener un pie fuera y otro dentro de la industria de Hollywood Robert Altman fue candidato al Oscar en 5 ocasiones, aunque nunca consiguió la estatuilla. Ni siquiera con uno de sus mayores éxitos, una de ambiente británico con asesinato incluido: Gosford Park, estrenada en 2001. Por fin en 2006 la Academia tuvo que reparar la injusticia. Le otorgó un premio honorífico que él recogió sin asomo alguno de resentimiento. “Estoy muy feliz por recibir este premio. Estoy realmente orgulloso y no puedo pensar en un reconocimiento mayor que recibir el Oscar por toda mi carrera en lugar de por un par de películas”, dijo al recogerlo. En esa ceremonia también confesó que diez años antes le habían hecho un trasplante de corazón, operación que había mantenido en secreto para que las aseguradoras no se negaran a firmar las pólizas que le permitían seguir haciendo lo que más le gustaba en la vida: trabajar. “Solo he tenido unas vacaciones en mi vida. Llevé a mi hijo a pescar en Alaska durante diez días. Fue la única vez”.

Y es que si algo no quería Robert Altman era jubilarse. Y así fue. En febrero de 2006, pocos meses antes de su muerte, presentaba en el festival de Berlín la que iba a ser su última película, El último show, una historia en torno a un famoso programa de radio de música country. La película tenía un aire nostálgico, triste y a la vez premonitorio de que el final se acercaba. Para entonces el director había perdido ya la batalla contra la leucemia que padecía. Era el punto final para una filmografía en la que hay de todo: grandes películas, pero también grandes fracasos, aunque para él todas habían sido como capítulos de una misma obra. “Mi trabajo es parte de mi vida. Es lo que hago y no lo gradúo. La gente me dice: Hiciste M*A*S.H. Sí, pero, para mí, todas mis películas, que son más de 40, las considero igualmente buenas. En todas ellas he trabajado mucho. Robert Altman falleció el 20 de noviembre de 2006 a los 81 años.

 
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