Opinión

Superioridad moral

La indignación ética de la izquierda hace tiempo que no conmueve a sectores crecientes de la población. Por lo tanto, rasgarse las investiduras no hará que la situación mejore

El presidente de EEUU, Donald Trump / BIZUAYEHU TESFAYE (EFE)

El presidente de EEUU, Donald Trump

Madrid

No es aventurado creer que lo que ahora está ocurriendo en el mundo tuvo su inicio hace casi medio siglo, cuando Margaret Thatcher y Ronald Reagan desplegaron sendos programas de gobierno -con gran éxito electoral- que hacían saltar por los aires algunos de los dogmas del consenso más o menos tácito surgido tras la Segunda Guerra Mundial. Frente a la idea de que era imprescindible contar con un estado del bienestar fuerte y generoso para reducir la desigualdad y ensanchar la clase media como antídoto contra el avance del comunismo soviético y proteger a las democracias liberales, los nuevos líderes conservadores de Reino Unido y Estados Unidos sostuvieron sin complejos que había que bajar los impuestos y reducir los servicios públicos todo lo posible. Ningún sitio mejor para una libra o un dólar que estar en el bolsillo de su dueño.

Aquel antecedente es relevante porque fue la primera gran victoria de una derecha que se declaraba harta de la “superioridad moral de la izquierda” y que entendía que no tenía que competir con esos valores, sino negarlos de forma radical y ridiculizarlos sin descanso.

Por esa vía -y tan solo con el breve paréntesis de la crisis financiera del 2008, donde la derecha entendió que era mejor poner su cara más amable para que el electorado no se fijara demasiado en que había sido la codicia salvaje del sistema financiero internacional la culpable de aquel colosal desastre económico y social- hemos llegado hasta hoy, cuando ya se puede decir sin ruborizarse eso de que la justicia social es un invento de la izquierda y cosas semejantes.

Como crítica irónica al ensimismamiento de ciertas izquierdas con sus políticas postmateriales y su lenguaje hermético, el argumento de la superioridad moral tenía cierta gracia. Sin embargo, ahora, con la revolución trumpiana en marcha y su creciente eco en otros países, ya no resulta posible bromear sobre cuestiones éticas.

Porque, una vez que lo hemos visto puesto por escrito en los decretos de la Casa Blanca, ahora sabemos con exactitud qué quiere decir eso de acabar con el “wokismo” que tanto obsesiona a la ultraderecha (y a una parte creciente de la derecha tradicional): que entidades públicas y privadas deben cancelar sus programas de diversidad, igualdad e inclusión; que se va a perseguir a los inmigrantes incluso en hospitales, escuelas e iglesias; que el oligopolio tecnológico va a poder desarrollar su maquinaria de control social sin ninguna restricción; que se va a hacer todo lo posible por acelerar el calentamiento global del planeta; que ya no se harán campañas de vacunación.

A la vista de semejante programa político, la reacción del mundo progresista no puede ser otra que la de sentir que sus ideales están más vigentes y son más necesarios que nunca. ¿Superioridad moral? Sin ninguna duda.

Sin embargo, este legítimo sentimiento puede ser una trampa. Porque la indignación ética de la izquierda hace tiempo que no conmueve a sectores crecientes de la población. Por lo tanto, rasgarse las investiduras no hará que la situación mejore. Estamos ante un movimiento muy poderoso a nivel mundial y con grandísimos medios de convicción a su alcance. La cuestión es si eso anticipa una larga travesía del desierto para los valores progresistas o si este populismo reaccionario alcanzará pronto su nivel de incompetencia ante la inviabilidad y falta de rigor de muchas de sus propuestas. Temerario hacer apuestas.

José Carlos Arnal Losilla

José Carlos Arnal Losilla

Periodista y escritor. Autor de “Ciudad abierta, ciudad digital” (Ed. Catarata, 2021). Ha trabajado...

 
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