Noche de Reyes

Qué difícil es dejar a alguien boquiabierto con un regalo; en el buen sentido, me refiero. A mí, de hecho, me gusta emplear la palabra «imposible», que posee otro alcance. Puede resultar tan penosa la búsqueda de un buen regalo que a menudo, para dejar de sentirte afligido, un regalo malo, que al día siguiente se pueda cambiarse por otro, te parece una salida muy honrosa. Regalar cosas absurdas representa una de las cimas más extrañas de la humanidad. Te reconformas diciéndote que un regalo siempre es un regalo, aunque sea una mierda. ¿Quién va a reprocharte, en el momento de recibirlo, que no lo quiere, que te lo metas por ahí? A medida que nos hacemos mayores volvemos a creer en la carta a los reyes, y en las peticiones precisas: quiero esto y quiero aquello. Más cómodo es todavía es decir «Cómprate lo que quieras, que yo te lo pago». La vida nos ha ido demostrando hasta qué punto puede volverse desagradable el efecto sorpresa. A veces ni preguntando acertamos. Se pueden regalar miles de cosas, obvio, pero cuando te paras a decidirte por la mejor, sólo se te ocurren dos o tres, y que ya regalaste el año pasado y el anterior. Complicado no experimentar cierta angustia. También en este caso prefiero la palabra «imposible» al término «complicado». La situación puede llevar a la desesperación. Fue eso –la desesperación total– lo que condujo a un amigo, hace una década, a regalar a su ahijado, de nueve años, y que nunca había mostrado interés por la música, nada menos que un acordeón. Feliz Noche de Reyes.