Como en casa, incluso en verano, en ningún sitio

Tienen su encanto las ciudades en agosto. Incluso, aunque parezca increíble, las que no tienen mar. Donde antes paseaban señoras muy señoreadas, cardadas perdidas, hombres con traje, corbata y toneladas de seguridad en sí mismos pueblan este primer fin de semana de agosto jóvenes vestidos de chiringuito.

Huelen a cloro de piscina, a protector solar. Beben vino con hielo, calzan alpargatas y dicen que en verano, como en el asfalto, en ningún sitio. “Es donde mejor se está. Se aparca con facilidad y no hace falta reservar en ningún sitio”, afirmarán. “¿Quién quiere irse de vacaciones al mismo tiempo que todo el mundo?”, añadirán. Cada uno se consuela como puede, les digo yo.

Reposan los ancianos en los bancos, nostálgicos del pueblo en el que se criaron y del pueblo que alguna vez fue ese gigante tan rico como cruel que es ahora Madrid. Se lamentan del precio de las manzanas, añoran a hijos y nietos, relatan achaques y repasan comercios que han cambiado de manos, carteles de se alquila o se vende, quioscos de prensa que no volverán.

Lloran los cuarentones a los que el teletrabajo -quién sabe si también el sanchismo- les ha despojado del privilegio de ser Rodríguez. Encajan su terrible destino mientras llenan el maletero. Bicicletas, juguetes, cargadores de móvil y, lo que es peor, la familia. Miran con ternura hacia el hogar que abandonan. Qué ganas de volver.

Lloran y se conforman los miles de españoles que este verano, como tantos otros, no podrán irse de vacaciones. Convertirán en oasis lo que tienen a mano. Patio, terraza, verbena. Una playa a menos de una hora, la piscina pública, el puesto de churros de todas las noches de verano. Les dirán que la economía va como una moto, que la creación de empleo lleva cinco meses seguidos creciendo. No les dirán que hay 916.000 hogares con todos sus miembros en paro. Porque ya se sabe que como en casa, incluso en verano, en ningún sitio.

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Que se lo digan a los Rodríguez.