A vivir que son dos díasLa píldora de Leila Guerriero
Opinión

Bailar por tu vida

"Aprendemos a ser adultos demasiado rápido, pero dentro de mí todavía hay una persona de trece años que se resiste a existir entre cenizas. Que nunca ha dejado de bailar por su vida, de sentir un coraje que, en ocasiones, se parece al odio por todo lo que, todavía, no puede tener"

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Buenos Aires

Ayer estaba corriendo cuando una misteriosa decisión del algoritmo de Spotify hizo que empezara a sonar en mis auriculares A little respect, de Erasure. Nunca me gustaron ni la canción ni la banda, pero es de 1988 y me hizo ingresar con los motores encendidos en la década de los ochenta. Al llegar a casa busqué en la web una película de 1983. Se llama Flashdance y fue uno de esos productos populares que conectan con el espíritu de su época. Sin ser genial, quizás ni siquiera buena, logró un gran éxito de taquilla. Cuenta la historia de Alex, una chica de 18 años que vive en Pittsburgh, quiere ser bailarina profesional, se gana la vida como soldadora y por la noche baila en un cabaret. Vive en un loft, se enamora del que es su jefe en la obra donde trabaja, intenta cumplir su sueño en medio de obstáculos fuertes. La vi en estreno, lo que significa que tenía trece años. A esa edad estaba convencida de que nadie en el mundo tenía trece años de la forma desesperante en que yo tenía trece años. La existencia en una ciudad chica de la pampa argentina se me había vuelto una mezcla de tedio y desconsuelo. Mi carrousel pasaba pocas veces por la estación de la serenidad y se mantenía en la polvorienta estación del desánimo. Sabía qué quería hacer –quería escribir- pero no tenía la menor idea de cómo ganarme la vida con eso. Sobre el final de la película, Alex, ante un auditorio de jueces conservadores y rígidos, baila desfachatada y callejera, temerosa pero insolente, con la potencia de lo que fue concebido para agitar un mundo muerto, What a feeling, el tema de Irene Cara que dice “Puedo tenerlo todo, ahora estoy bailando por mi vida”. En aquel cine, llena de ambiciones que parecían imposibles, sin conocer el amor de los hombres ni las infinitas formas de causar o recibir dolor, sentí en el tórax un coraje que no tenía nada que ver con la esperanza. Estaba hecho de ira, tozudez, rabia y una euforia no apta para alguien de mi edad. Hoy vi la escena de nuevo y me produjo la misma conmoción que entonces, cuando las cosas estaban asidas al mundo con bisagras de dolor, cuando los pájaros sólo cantaban himnos fúnebres. Aprendemos a ser adultos demasiado rápido, pero dentro de mí todavía hay una persona de trece años que se resiste a existir entre cenizas. Que nunca ha dejado de bailar por su vida, de sentir un coraje que, en ocasiones, se parece al odio por todo lo que, todavía, no puede tener.

 
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