Léonor Serraille y la deconstrucción de una familia de inmigrantes en Francia

Madrid

Léonor Serraille forma parte de esa nueva generación de directoras francesas que se estaban abriendo paso en los festivales con una mirada propia. Al igual que para Justine Triet, la ganadora de la Palma de Oro con 'Anatomía de una caída', Cannes ha sido el gran escaparate para las dos películas de esta autora. En 2017 con su ópera prima, Jeune feme, en la sección Una cierta mirada, y en 2022 dando el salto a la sección oficial con Mi hermano pequeño, película que se acaba de estrenar en España. "El festival de Cannes me lo ha dado todo, como mujer que estaba en competición, me ha permitido financiar películas, me ha permitido disfrutar, cambiar opiniones, descubrir pequeñas películas que sino serían invisibles. Sobre Justine Triet, estoy muy feliz de que haya ganado y de su discurso, lo que me ha sorprendido es la respuesta de la ministra, porque lo que ella estaba haciendo era defender valientemente algo que nos afecta a todos y que puede perderse", responde la directora sobre el follón político en Francia por las andanada de la artista contra el "gobierno neoliberal" de Macron que, a su juicio, está poniendo en peligro la excepción cultural francesa.

En Mi hermano pequeño Léonor Serraille parte de una experiencia que le toca de cerca, la historia de su pareja, para trazar un panorámica sobre una familia inmigrante a lo largo de 20 años. Lo hace en un drama estructurado en tres bloques, con tres puntos de vista, que recorre la experiencia de una joven madre y sus dos de sus hijos tras llegar de Costa de Marfil a Francia. "No tenía la idea de venga, voy a hacer una película sobre la identidad en Francia. Lo que quería era entender a alguien muy importante en mi vida, el padre de mis hijos. Me dio la autorización para hacerlo y me puse a ello. La identidad en Francia es un sujeto demasiado amplio, pero la identidad es algo que me interesa mucho, cómo hacemos las cosas, cómo hablamos, cómo nos relacionamos, cómo amamos y todas las paradojas que eso genera", explica.

En esa coreografía emocional y familiar, la directora sortea ciertos clichés, como el de los inmigrantes condenados a la marginalidad en los suburbios, el del pesimismo crónico con el sistema y el de la madre perfecta. Especialmente en el primer bloque, es una madre que sigue siendo una mujer joven que quiere disfrutar y bailar, una madre que ha dejado en su país natal a otros hijos pero que ha asumido que tiene que seguir adelante, rehacer su vida, escapar del control machista y dejar atrás cualquier sentimiento de culpa. "Quería hacer el retrato de una mujer que habla mucho y decir que la identidad quiere decir también silencio. Eso me interesaba mucho cinematográficamente. Además de la identidad, me apasiona retratar a las mujeres, porque creo que nos faltan personajes que son un poco caóticos, como somos todos en la vida. Eso me permite hacerlo el cine y tiene que ver con la identidad", añade.

"Lo más complicado fue conseguir saber quién era ella. Lo interesante es eso que dice el tiempo sobre nosotros, cómo hemos cambiado. Podemos hablar de desilusión, porque eso también lo da el tiempo. Ha sido muy interesante hacer ese ejercicio y dar vida a este personaje que me ha marcado tanto", completa la actriz Annabelle Lengronne, que da vida al personaje en las tres etapas combinando la pasión de los 30 con el desarraigo, la resignación y la decepción de una vida europea que también se le hace cuesta arriba.

En la segunda y tercera parte de la cinta, la mirada gira a los hijos, ya uno adolescentes que intentan descubrir cuál es su lugar en esa sociedad y en esa país. Ahí crece la película al enfrentar a esos jóvenes a cuestiones como el racismo, el complejo de clase, la pertenencia y la integración con una madre ausente pero exigente. "No puedo hablar por todo un país, solo por lo que yo he vivido. No sé si mejorará o no. Lo que puedo decir es que no veo una mejoría, al contrario, creo que acogemos y asimilamos mucho mejor a esos migrantes que son blancos y católicos que a los demás. Eso dice mucho de nosotros. Creo que hay una Francia profundamente racista. Evidentemente hay cosas que han evolucionado, hay más diversidad, pero creo que solo hemos mejorado en la superficie. Soy un poco pesimista cuando veo los discursos de la extrema derecha y el nacionalismo. Creo que hay cosas que han evolucionado y otras que regresan", lamenta la directora.

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Una de las cosas más interesantes del filme es cómo trabaja la idea de futuro. Desde la presión y obsesión de la madre porque sus hijos estudien, sean los mejores y nunca lloren, a cómo esos jóvenes brillantes se proyectan de distinta forma en la madurez. Uno convencido de que su familia no es el lugar más adecuado -mira con 'envidia' el núcleo familiar y afectivo de sus amigos en vacaciones antes de convertirse en profesor - y el otro constatando la desconexión de una familia quebrada y un entorno en el que se siente un intruso. "Cuando quise hacer la película, había tenido a mi segundo hijo y pensaba mucho en lo que yo iba a trasmitirle, qué mundo le iba a dejar, cómo le iba a comunicar las cosas. El futuro es una responsabilidad. Cuando hice la película no sabía cómo iba a salir, soy una directora blanca que hace esta película y, tenía dudas, pero egoístamente dije que era la historia que quería que vieran mis hijos, que vieran a esta mujer, que se enamoren de ella. Que vieran este modelo imperfecto de mujer y hombres que proponemos. El futuro es totalmente importante, porque significa que tenemos que pensar en qué hacemos ahora", reflexiona Serraille sobre este drama áspero y a la vez emotivo que no es condescendiente con sus personajes.