El arte de dimitir

Barcelona

Son dimisiones sonadas: las de la número 2 del Ministerio de Transportes y expresidenta de Renfe y la de su presidente hasta hoy mismo. El motivo era sobrado, el mal diseño de unos trenes contratados, cuya anchura excedía la de los túneles. La ocasión, responder a las justificadas protestas de los presidentes asturiano y cántabro.

La dimisión, sobre todo cuando una situación no está del todo podrida, merece respeto. Implica reconocimiento de error, o al menos asunción de responsabilidad, y contribuye a la transparencia a la vez que evita polémicas inútiles. En este caso, además, se acompaña de un nuevo manual para que el error no se repita. En las dictaduras no se permite ni siquiera dimitir, solo se destituye: se entiende que el dictador es el dueño absoluto del acceso a todos los cargos, y de la salida. En las democracias, los gobernantes no solo son leales a sus jefes de partido o de gobierno. También a los electores.

Por eso en las democracias consolidadas las dimisiones son más frecuentes. Piensen en Reino Unido: David Cameron, Boris Johnson o Nicola Sturgeon dejaron su puesto por distintos motivos, pero a iniciativa propia. Aquí, no dimite ni Laura Borràs, que se enfunda en la política para justificar sus presuntos delitos; ni Irene Montero, causante del más gran fiasco del Gobierno de coalición progresista, reducir la pena de cárcel a decenas de violadores; ni Cuca Gamarra, que solo tardó tres días en traicionar al anterior líder del PP: ¿qué confianza pueden merecer los principios de esta portavoz a su votante?