«Telecomunicaciones», de Tomás del Rey, fue el relato seleccionado en el mes de mayo de Relatos en Cadena y hoy se ha convertido en el ganador de la final anual. Es profesor de Lengua y Literatura en Secundaria y Bachillerato. Este año, de hecho, ha usado el concurso como instrumento pedagógico en un taller de escritura con sus alumnos de Bachillerato. Sus aficiones son el teatro, el cine negro clásico americano, la lectura y la escritura. Su libro de relatos ya va por la segunda edición y ya ha terminado de escribir el segundo. Cada semana suele mandar entre dos y cinco relatos. Cuando los termina se los enseña a su mujer, que tiene, dice, «mucho olfato». Esta ha sido su tercer final anual consecutiva. Una en la que el jurado, compuesto por Benjamín Prado, Javier Sagarna, Germán Solís, Mara Torres, Marta del Vado y Laura Ferrero, lo ha elegido como el mejor microrrelato. Hígado con destino a Houston enviado por lanzadera para análisis, en paralelo a este telegrama electrónico. Extraído de espécimen capturado nueva especie inteligente. Cocido por mejor conservación. Saludos desde Andrómeda. Aquí Houston. Recibimos foie sin ninguna explicación. Dedujimos querían celebrar éxito experimento cría de patos en Andrómeda. Sabor delicioso. Ojalá manden pronto noticias vida extraterrestre. No recibimos sus telegramas por interferencias servidor. Aquí Andrómeda. Preocupados falta comunicaciones suyas. Extraterrestres en primer momento amistosos luego colonizan cuerpos. Emotividad, euforia y mutaciones. Vigilen hígado enviado. Aquí Houston. Lloramos sin noticias vuestras. Os queremos, tíos. Tercera cabeza creciéndole a Mackenzie. Una risa. Volved y dominaremos juntos el universo. Una final, además, muy reñida en la que ha competido contra otros grandes escritores, como Juan Carlos Peña, Patricia Collazo, Francisco Javier Ramos, Alberto Moreno, Raúl Aragonés, Carlos Guillermo Ortuño, Héctor Bataller, Ignacio Hormigo y Pedro Pérez. Raúl Aragoneses tiene 44 años, es de Mérida (Badajoz) y corrector en el Departamento de Publicaciones de la Asamblea de Extremadura. De su trabajo nos cuenta una curiosidad: hace unos años realizaron un pequeño estudio de las palabras más usadas por sus señorías y entre ellas estaban los adverbios «honestamente» y «sinceramente», algo que, dice, contrasta con la desconfianza que nos generan los políticos en sus discursos. La editorial extremeña «De la Luna Libros» va a publicar la próxima primavera su primer libro de microrrelatos. Quedó finalista anual la segunda vez que participaba en el concurso. Lo mandó cincuenta minutos antes de que terminara el plazo porque, aunque lo llevaba rumiando días, le faltaba la frase con la que cerrar el texto. Explica: «Los funcionarios solemos parar treinta minutos para un café con los compañeros, pero esa mañana rechacé el café y me quedé frente al portátil para escribir. Lo construí al revés, por así decirlo, desde mi frase hacia la frase de la semana, y salió solo». Ahora golpearé la tumba con los nudillos. La señal acordada: seis golpes cortos. Apenas se abra la lápida, los críos se me tirarán al cuello. «Papá, ¿qué nos traes?», preguntarán mientras les reparto balones, cromos, algún pajarillo medio seco, antes de que salgan corriendo por el camposanto. Después entraré a verla ella. Me dirá que estoy más flaco, que no me cuido, pero que aún le gusto. Alabaré la limpieza y lo bien que huele siempre. Se quejará de la muerte que lleva, de la ausencia. Será entonces cuando se lo cuente: he ganado la plaza de sepulturero municipal. Y la abrazaré con cuidado para no romperla. Patricia Collazo es la finalista más veterana, pues esta es su sexta final anual. Tiene 55 años, nació en Argentina, pero vive en Alcobendas (Madrid) desde hace veinte años. Es consultora informática. Le gusta escribir, leer y bailar. Este año ha terminado su segunda novela. Es madre de dos hijos: los dos científicos. Uno es físico y el otro estudiará química. Escribió el relato finalista «bastante del tirón», dice, aunque aquella semana envió varios, que es lo que suele hacer cada semana. Le encanta exprimir la frase inicial mirándola desde muchos puntos de vista. El bosque estaba ahí, esperando. Con sus sogas anudadas colgando de los árboles. Las había de todos los colores, enganchadas a mayor o menor altura, con diámetro talla adulto o niño. Para todo tipo de motivos: en forma de corazón para los despechados, redondas como ceros para los arruinados, cuadriculadas para los calculadores, emulando lágrimas para los depresivos crónicos. El bosque estaba ahí, como última salida. Por eso aguantábamos despidos injustos, sueldos de mierda, amores perdidos, hijos descarriados, enfermedades, vacíos, ausencias y adicciones. Porque el bosque estaba ahí. Y, en cualquier momento, podíamos ponernos a la cola y pagar la entrada para acceder a él. Juan Carlos Peña, de 44 años, es natural de Badajoz, pero vive en Almuñécar (Granada). Es maestro de educación primaria, en la especialidad de inglés, y trabaja en un colegio público. Es muy aficionado al mundo de la guitarra, toca la acústica y la eléctrica, y está preparando un disco de canciones infantiles para compartir su afición con sus hijos. Tiene dos hijos (de 6 y 4 años). Este año ha empezado a trabajar en un nuevo colegio, un curso protagonizado por la vuelta paulatina de la normalidad en las aulas. Escribió el relato finalista del tirón. Le llama la atención la aparente normalidad en la que se camufla un pirómano. Después se extinguían silenciosamente y una cortina de humo emanaba de entre las sombras. Las cerillas se amontonaban en la penumbra del cuarto, decapitadas. A esas horas nadie en la casa se percataba del olor a quemado y su excitación crecía cada vez que una llama iluminaba su cara antes de apagarse sobre la piedra. Al irse a dormir abría la ventana y fijaba su vista en la negrura del paisaje. El bosque estaba ahí, esperando. Francisco Javier Ramos tiene 47 años, es madrileño, pero lleva quince años viviendo en Murcia. Es ingeniero agrícola y trabaja como funcionario en la Consejería de Agricultura de la Región de Murcia. Le encanta el cine español, las novelas fantásticas, el rock de los años noventa y hacer puzzles, sobre todo de cuadros famosos. Le relaja muchísimo. Tiene tres hijas (de 8, 5 y 3 años), lo que le dejan poco tiempo para grandes proyectos. Ahora mismo, asegura, su principal proyecto es «ordenar el trastero que está lleno de cachivaches de las niñas». El relato finalista le salió muy rápido. Es su primera final anual. Cogí semillas de zanahorias y me puse a sembrar. No es lo que más le gustaba, pero crecen para abajo. Don Servando nos había contado que los antiguos egipcios enterraban a la gente con sus pertenencias. Para usarlas en la otra vida. Pero mamá no me dejó meter nada en la caja de Manolita. Hoy me he vuelto a encontrar otra nota manchada de tierra. Solo pone osito. Pero es su letra. Alberto Moreno tiene 46 años, es de Talavera de la Reina (Toledo) y profesor de primaria «en el mejor cole del mundo», asegura. Le encanta leer, escribir, hacer snorkel y la música, sobre todo Manolo García. El relato finalista no salió del tirón, pero sí hubo, explica, un chispazo, el típico instante de inspiración, mientras conducía, y ahí apareció el gato atropellado. Es su primera final anual. Quien se tomó primero el café fue Nacho, para no dormirse al volante. Tú y yo salimos detrás, y volvimos a montarnos en el coche, en silencio. Quizás sería la borrachera, o ese zumbido que presagiaba resaca… El caso es que durante aquel extraño trayecto de regreso tuve una visión cuántica, en la que el coche arrollaba a un gato a cámara lenta, luego retrocedía, volvíamos a ver el gato muerto, volvíamos a atropellarlo, marcha adelante, marcha atrás… en un bucle enlentecido pero eterno. En esas tú seguías sin mirarme y yo, quizá avergonzado por lo que te había dicho, deseaba desaparecer. Igual que el gato. Carlos Guillermo Ortuño tiene 49 años, vive en Elda (Alicante) y es sociólogo. Actualmente es el director del Gabinete de Alcaldía del Ayuntamiento de Orihuela. Su principal afición es la música (Radiohead, Blur, Sidone). También ha hecho canciones con su grupo «Lovely Dolores», pero tiene la composición muy abandonada, dice. Empezó a escribir microrrelatos escuchando «La Ventana». Dice que en su casa cuando queda finalista sus hijos y su pareja lo celebran por todo lo alto. “A mí me parecen manchas de rotulador, azuladas. Una especie de dibujo cutre en el brazo corrido por el sudor”, pensó el inspector frente al cuerpo inerte del atracador. Su experiencia le hacía intuir que se trataba de un ardid para dificultar la investigación. No era mala idea aparecer en lo recogido por las cámaras de seguridad de la joyería con un falso tatuaje. Mientras, al otro lado de la ciudad, Carmen apuraba un vaso de leche con galletas junto a su estuche de rotuladores. A ver si papá no llegaba tarde del trabajo y le terminaba el unicornio que ayer empezó a dibujarle en el brazo. Héctor Bataller tiene 23 años recién cumplidos. Nació en Barcelona, su familia vive en Alicante y lleva cinco años viviendo en Madrid por estudios: Comunicación Audiovisual y un Máster de Guion, del que se gradúa la semana que viene. Acaba de estrenar en el Microteatro de Madrid su primera obra escrita de microteatro: «Pizza con piña y rencor», una comedia de suspense. También ha escrito un guión de western. Escribe desde niño, es lo que más le divierte. El cine es su pasatiempo favorito, también las series y los videojuegos. Quedó finalista la primera vez que participaba. —¿Qué tal mil euros? —insiste él—. En efectivo. Un perro ladra tras el muro de la finca. —Entras, lo coges y te vas. —¿Por qué es tan importante ese espejo? —pregunta ella. —Si te lo digo, ¿lo harás? —Quiero entenderlo. El hombre se acerca a su oído. La chica aprieta los ojos. Se estremece. —Lo siento —contesta ella—. Espero que pueda recuperar su reflejo de otra forma. Ella se marcha. Él se queda mirando al muro. Dentro, su reflejo le espera, impaciente. Alberto Hormigo tiene 47 años, nació en Getxo, pero creció y vive en Isla Cristina (Huelva). Es profesor de Lengua y Literatura en un instituto de su pueblo. «Tengo muy buena relación con mis alumnos, me quieren muchísimo, si también me respetasen y me hiciesen algún caso, sería perfecto», dice. Los alumnos le suelen poner motes, ha sido el Pablo Iglesias, el Podemos y este curso el Jesucristo. Le encanta viajar, leer (lee más de 100 libros al año) y el cine de autor. El relato finalista lo escribió bastante rápido, dar con la frase final, que apunta a la posibilidad de que unos niños mueran asesinados, fue lo más fácil, porque, bromea, es una idea que siempre anda rondando en la cabeza de un profesor de instituto. Hoy es el cumpleaños de Ana María, su madre, a la que le debe mucho: para empezar los miles de libros de Ignacio que acumula ella en casa. Le da «penilla» no poder celebrarlo con ella. Ahogado en la laguna encontramos a Dardo, el podenco de Eneko. Le había atado una piedra al cuello, pero el cadáver, hinchado, acabó por salir a flote. Después fue la yegua de Jon, la dejó patas arriba en medio del prado, su vientre abierto, lleno de tierra, sembrado de margaritas y amapolas. La siguieron las vacas de Elizalde. Sus doce cabezas formaban un círculo perfecto, mirándose las unas a las otras con idéntico estupor. Aquella noche quemamos su casa mientras dormía. Sabíamos que algo terrible llenaba su alma de un cieno negro, que no iba a poder parar, que los siguientes serían los niños. Pedro Pérez tiene 63 años, es de Zamora y su profesión es la delineación en el área de obras de la Diputación de Zamora. Sus aficiones: el teatro (fue actor profesional de teatro), la pintura, la lectura y el cine. Este año su hijo mayor ha acabado la carrera y el pequeño la ha empezado. Trabajó mucho la historia finalista y quizá le sirvió de inspiración un árbol enorme donde enterró, con muchas lágrimas, a Greta, su perra de toda la vida. Sonia leía tumbada debajo del enorme árbol que no paraba nunca de crecer. Habían desarrollado entre ellos un vínculo casi simbiótico. Se transmitían emociones, sensaciones y necesidades con imperceptibles movimientos subterráneos parecidos a las cosquillas. Ella, agradecía su sombra protectora y el olor que la brisa perfumaba al atardecer. Él, de vez en cuando, reclamaba pequeñas atenciones que desde niña siempre atendió. Lo regaba cuando hacía calor, dispersando agua por su tierra, ramas y hojas. También, enterraba sus mascotas entre las raíces y algún animalito que se despistaba por el barrio. Últimamente, Roble, le estaba haciendo saber que necesitaba algo mucho más grande.