La vida nunca deja de sorprendernos, tampoco en la vejez

No hay nada mejor, a mi edad, y os lo digo a quienes la tenéis y a quienes llegaréis a ella, que descubrirse súbitamente conmovida por una emoción inédita. Una emoción que difícilmente antes, con menos años, podría haber sentido con tanta intensidad.

Tiene que ver con las ausencias. Estoy acostumbrada a perder gente y a que, con esas personas que se van para siempre, desaparezcan también las experiencias compartidas. Los viajes, paisajes, sonidos, sobresaltos, momentos de felicidad, noches de angustia, calor en la piel, grandes y pequeños placeres.

En fin, se van marchando los testigos. Y eso es envejecer, además de que haya una franquicia ocupando el lugar de nuestra tienda preferida. Eso es envejecer. Sin dejar de dolerse, una se acostumbra. Hablar en casa, y en voz alta, con los que se fueron es una manía de vejez que acompaña mucho, y que recomiendo, aunque no a quien tenga Siri o Alexa, porque que se vuelven locas.

Esta impresión reciente, que os comentaba al empezar, es otra cosa. Estaba conversando con un amigo, alguien más joven, pero no mucho, a quien veo poco aunque sigue muy presente en mi vida. Y, de pronto, escuchándole, comprendí que me encontraba en el lugar del otro. Que yo era su otro. Que él recordaba nuestras cosas comunes, y que yo era su testigo. Aunque él no lo supiera, ni imaginara, todavía, lo que será mi ausencia.

Y así es, querida gente, cómo la vida nunca deja de sorprendernos.

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