Fray Escoba, el santo de la humildad
Su padre fue Juan de Porres, un caballero burgalés de la Orden de Alcántara que trabajó como diplomático bajo las órdenes de Felipe II, y su madre Ana Velázquez, una joven mulata liberta de Panamá. Cuando tuvo 15 años de edad, Martín de Porres pidió ser admitido como donado en el convento de los dominicos de Rosario, en Lima, su ciudad natal, y le encargaron los trabajos más humildes como barrer cada día todo el convento, hacer de barbero (cortar el pelo de los freires o extraer muelas), limpiar los retretes, etc. Cuando los superiores conocieron su gran carisma y habilidad para curar, le dieron también el oficio de enfermero
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Pintura anónima existente en el Monasterio de Santa Rosa de las Monjas de Lima / Wikipedia
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La comunidad en aquella época tenía unos 200 religiosos y acudían a Lima seglares y frailes de otras zonas para ser curados por él, que solía repetir una de sus frases más famosas: “Yo te curo, Dios te sana”. El 2 de junio de 1602, nueve años después de servir a la orden como donado, se le concede la categoría de vestir los hábitos dominicos y pudo hacer sus votos de pobreza, obediencia y castidad. El padre Fernando Aragonés testificó a su favor: "Se ejercitaba en la caridad día y noche, curando enfermos, dando limosna a españoles, indios y negros, a todos quería, amaba y curaba con singular amor". Martín solía repetir: "No hay gusto mayor que dar a los pobres".
Martín de Porres dormía sólo unas pocas horas y comía lo indispensable. Su fama y santidad fue manifestada en sus éxtasis y también lejos del monasterio, haciendo gala de milagros como la levitación o la bilocación. Según numerosos testigos, lo vieron en Argel, China, Japón, México o Filipinas, dando ánimos a los misioneros o ayudando a los enfermos que le invocaban. Si bien nunca salió de Lima. Comenzaron a correr rumores de que deambulaba por el claustro por las noches, rodeado de luces y resplandores. Muchos teólogos, obispos y autoridades civiles lo buscaban para pedirle consejos. Los frailes se quejaban de que Fray Martín quería convertir el convento en hospital, ya que los enfermos iban en aumento y ya no había lugar en donde acomodarlos. Por ello y con la ayuda de mucha gente pudiente de la ciudad, fundó el “Asilo de Santa Cruz” para reunir a todos los huérfanos y limosneros y poder ayudarles en su penosa situación. Sus conocimientos médicos eran avanzados para sus tiempos, y cultivaba él mismo las plantas medicinales que empleaba en sus curaciones.
Cuando tuvo 59 años, enfermó de tabardillo pestilencial y supo que moriría de esa enfermedad. Toda Lima quedó conmocionada y el mismo virrey lo visitó en su lecho para besar su mano. Murió el 3 de noviembre de 1639, y la ciudad entera acudió a su entierro. Algunos disputaban por conseguir reliquias suyas. Recibió la canonización tres siglos más tarde, el 6 de mayo de 1962, por el Papa Juan XXIII, considerado el primer santo mulato de la historia. En los documentos del proceso de beatificación se cuenta también que fray Martín "se ocupaba en cuidar y alimentar no sólo a los pobres sino también a los perros, a los gatos, a los ratones y demás animalejos, y que se esforzaba para poner paz no sólo entre las personas sino también entre perros y gatos, y entre gatos y ratones, instaurando pactos de no agresión y promesas de recíproco respeto". Un ser único, un santo popular antes de ser elevado a los altares.