El unicornio

El estilita / Radio Coruña

A Coruña
Era solo una viejecita menuda con moño pero tenía que reconocer, muy a pesar mío, que me impresionaba. Yo la conocía desde hace años, claro. Todo el mundo ha oído hablar de Rosa Otero, la señora del moño que era la presidenta de las Amas de Casa y de Antonio Noche y de no sé cuántas asociaciones más. Creo que en una ocasión la había entrevistado por lo del aumento en el consumo de drogas, pero no estoy seguro. Incluso una vez me había amenazado con denunciarme, porque había cometido un error en un artículo y había confundido su nombre con el de la esposa de un chabolista. Pero de aquello hacía años y ya no se acordaba, así que me sonreía con amabilidad mientras yo le preguntaba cómo podía haber hecho todo aquello.
“Aquello” era una labor social que se prolongaba, infatigable, a lo largo de 50 años. Había leído el curriculum que acompañaba su solicitud de Hija Adoptiva y me había quedado sin palabras. Aquella mujer había hecho el bien durante más tiempo del que yo llevaba respirando y, por lo que era capaz de determinar, con la misma asiduidad. Había ayudado a chabolistas, a drogadictos, a niños, a mayores, había cuidado de varios hijos, y había dirigido un negocio, su farmacia, sin desfallecer jamás. Yo me venía abajo solo de pensarlo. No era de extrañar que le fueran a nombrar Hija Adoptiva. Por mí, como si le levantaban un monumento en los jardines de Méndez Núñez, como a Emilia Pardo Bazán o a Concepción Arenal. Que, por cierto, también llevaban moño.
Me dijo que, con diez años, ayudó a su madre a parir a su hermano menor. Que, en su Santiago natal, iba donde las monjitas para dar de comer a los pobres. Que, de pequeña, su padre, que era revisor del Castromil, le había dado una lección al darle el turrón navideño no a sus hijos (tenía ocho) sino a los de su compañero, que tenía cinco y que estaban en cama con tuberculosis. “Se me quedó grabado”, me dijo. A mí también me iba a resultar difícil de olvidar todo aquello.
Le estaba entrevistando en plena calle, en parte para tomar el aire y en parte para no molestar a sus empleadas que seguían despachando en la farmacia, y todo el mundo que se cruzaba con nosotros la saludaba con un “doña Rosa”. “Me lo pusieron los chabolistas”, me explicó. Era como la madrina de O Castrillón. “Antes no había más que huertas. El barrio creció a mi alrededor y yo cambié con él”, explicaba. Estaba claro que todo el que vivía allí la conocía y la respetaba.
Me había pasado toda la vida escuchando peroratas sobre la solidaridad a gente que no había hecho nada más duro que participar en una fiesta a favor de una causa solidaria, gente que parecía estar tan segura de sus valores que no necesitaba ponerlos en práctica. Yo mismo regateaba a los voluntarios de las ONG en la plaza de Lugo con una falta de remordimientos propia de un sociópata. Había cultivado el cinismo como un vicio, como un fumador cultiva un cáncer y ahora, ante mis ojos, allí estaba, la prueba irrefutable: una persona que realmente se había consagrado a las demás, que hacía de la solidaridad su modo de vida. No era una promesa electoral, no era un eslogan en una camiseta, era una convicción pura y dura, puesta a prueba y superada todos los días.
“Te has enamorado de la vieja”, me dijo una de mis jefas cuando leyó la entrevista. Ella me confesó que le ocurría cada vez que entrevistaba a alguien pero a mí nunca me había pasado, o, por lo menos, no en mucho tiempo. Aquello no era una octogenaria con moño, era un unicornio