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Antonio de Palafox, el promotor de la educación en Cuenca que llegó a obispo

De familia aristocrática, vivió a lo largo del siglo XVIII y no fue ajeno a los cambios de la centuria

Retrato de Antonio de Palafox. Es una copia del siglo XIX de otro original del siglo XVIII que no se conserva. / Ayto. de Cuenca

Retrato de Antonio de Palafox. Es una copia del siglo XIX de otro original del siglo XVIII que no se conserva.

Cuenca

A muchos conquenses les resultará familiar el apellido Palafox, ligado a una calle y dos edificios de la ciudad vieja. Pocos sabrán, sin embargo, quién fue y qué hizo a lo largo de su vida, transcurrida la mayor parte en Cuenca, don Antonio de Palafox y Croy d’Havre como merecer ser recordado. Próximo el aniversario de su muerte, ocurrida en Cuenca el 9 de diciembre de 1802, traeremos a nuestra memoria este personaje y su huella en nuestra historia. Lo hemos contado en el espacio El archivo de la historia que coordina Miguel Jiménez Monteserín y que emitimos los jueves en Hoy por Hoy Cuenca.

Antonio de Palafox, el promotor de la educación en Cuenca que llegó a obispo

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MIGUEL JIMÉNEZ MONTESERÍN. Antonio de Palafox fue un hombre que vivió intensamente muchas de las esperanzas alentadas y las contradicciones padecidas en la España del siglo XVIII. Su vida adulta transcurrió durante la segunda mitad de éste y por voluntad propia no le fueron en absoluto ajenos algunos de los más destacados episodios que jalonaron los reinados de Carlos III y Carlos IV.

Como consecuencia del tratado de Utrech de 1713 que dio fin a la Guerra de Sucesión española, salvo en las movilizaciones militares requeridas más tarde por el afianzamiento de la dinastía borbónica en Italia, a diferencia de lo sucedido en los dos siglos anteriores, España estuvo ausente de la mayoría de las confrontaciones bélicas europeas durante casi todo el siglo XVIII. Esto permitió a reyes y ministros la puesta en marcha a lo largo de esta centuria de una intensa política de reformas y reorganización interior de los distintos territorios peninsulares y ultramarinos. El efecto de tales innovaciones de índole cultural, social y económica fue perceptible sobre todo durante la segunda mitad del siglo, si bien hubo muchos obstáculos que sortear, suscitados bastantes de ellos por los grupos sociales refractarios a las medidas de cambio propuestas por los diferentes monarcas. Poseedores de eficaces resortes de poder social y económico, reclamaron unos participar en las iniciativas regias, mientras otros se valían sencillamente de los mismos para intentar frenarlas.

Los sectores de la nobleza y el clero más reaccionarios frente a las reformas se mostraron activamente inmovilistas defendiendo a ultranza sus privilegios y opusieron en consecuencia una firme resistencia a los cambios propuestos, siguiéndose distintas alternativas de éxitos y fracasos de cada parte. Sin embargo, con el comienzo del reinado de Carlos III en 1759, pareció que el déspota ilustrado reclamado por los reformistas hispanos llegaba por fin a sentarse en el trono abriéndose gracias a él nuevas perspectivas de cambio en diversos ámbitos. Sorteadas las iniciales dificultades, sin que estas desaparecieran del todo, los condes de Campomanes (1723-1803) y de Floridablanca (1728-1808) dispusieron las medidas necesarias y España vivió años de prosperidad manifiesta, capaz de alentar expectativas de logros mayores. No obstante, cuando ya parecía oportuno aguardar el resultado de los cambios, una buena parte de las expectativas económicas, políticas, sociales y culturales suscitadas se vieron frustradas ante el frenazo impuesto por el estallido de la Revolución Francesa de 1789. Se mantuvieron aún al frente del gobierno hombres ilustrados como los condes de Floridablanca y Aranda (1719-1798), empeñados en evitar la contaminación revolucionaria de los españoles, pero su esfuerzo regenerador terminará por levantar contra ellos al elemento tradicional, tan sólo a duras penas acallado.

Vendría a la postre el cambio de gobierno en 1794 y el intento, destinado a fracasar ya, de reconducir el proceso de reformas protagonizado por Manuel Godoy (1767-1851). Sin haber podido impedir la ejecución de Luis XVI, España, otra vez aliada de Francia, había entrado entonces en un juego de alianzas internacionales que terminarían por conducirla a una guerra terrible y destructora hecha teatro la península del duelo franco inglés.

Edificio Palafox, sede del Conservatorio de Cuenca.

Edificio Palafox, sede del Conservatorio de Cuenca. / conservatoriodecuenca.com

Edificio Palafox, sede del Conservatorio de Cuenca.

Edificio Palafox, sede del Conservatorio de Cuenca. / conservatoriodecuenca.com

De familia aristocrática

Pertenecía don Antonio a una familia noble aragonesa de no muy rancio abolengo, si tenemos en cuenta que el título de marqueses de Ariza había sido otorgado a los suyos por Felipe II. Del lado materno en cambio le venían entronques con la más añeja nobleza flamenca e italiana. El padre, Joaquín Antonio de Palafox Rebolledo y Mexía Centurión (1702-1775), contrajo segundas nupcias en 1737 con María Ana Croy d’Havre y Lanti della Rovere, princesa de Croy (1717-1779). De este matrimonio nacieron tres hijos que fueron: Antonio Palafox Croy y d’Havre, Rafaela de Palafox de Croy y d’Havre, casada en 1761 con Pedro Alcántara Fadrique Fernández de Híjar y Silva, duque de Híjar, y Felipe de Palafox de Croy Centurión y d’Havre, capitán de Reales Guardias de Infantería Walona, casado con María Francisca de Sales Portocarrero, condesa de Montijo.

En el palacio que la familia tenía en la calle de Alcalá de Madrid vería la luz don Antonio el día 10 de junio de 1740 y en la parroquia de San Sebastián recibió las aguas bautismales el día 22.

Hermano del abuelo paterno fue el venerable Juan de Palafox y Mendoza (1600-1659), historiador, escritor ascético, obispo de Puebla de los Ángeles en Méjico y luego de Osma, cuyos enfrentamientos con los jesuitas en América le convertirían después en emblema de la campaña llevada contra éstos durante el reinado de Carlos III, para lo cual se apoyó la reapertura de su proceso de beatificación incoado en 1691.

Edificio de las antiguas Escuelas Palafox de Cuenca.

Edificio de las antiguas Escuelas Palafox de Cuenca. / verpueblos.com

Edificio de las antiguas Escuelas Palafox de Cuenca.

Edificio de las antiguas Escuelas Palafox de Cuenca. / verpueblos.com

La formación universitaria

Aristócrata segundón, puesto que el heredero del título de Ariza sería Fausto Francisco de Palafox Rebolledo el primogénito de su padre, los suyos le destinaron temprano a ser eclesiástico. Recibida la tonsura al punto de cumplir los 13 años, en Valencia realizó como clérigo los primeros estudios superiores guiado, entre otros maestros, por el prestigioso erudito Gregorio Mayáns y Síscar (1699-1781). A los 16 años, el treinta de mayo de 1756, defendió en la universidad de Valencia unas Conclusiones, dedicadas a la reina Doña Bárbara de Braganza, donde mostraba la suficiencia filosófica adquirida en el seno de la escuela tomista. Un año después pronunciaría ante aquél claustro una Oratio de utilitate Philosophiae y obtuvo los grados de bachiller y maestro.

Se trasladaría luego a Roma, a casa de su tío el cardenal Federico Marcello Lante della Rovere (1695-1773), hermano de la madre. Allí, en el convento de Santa María sopra Minerva y bajo la dirección de los dominicos, cursó la teología. Después, unos cuantos viajes bien orientados le familiarizaron con el mundo culto italiano y francés.

La carrera eclesiástica

En 1761 fue creado cardenal Ventura de Córdoba Spínola, capellán mayor de Carlos III. Clemente XIII encargó al joven monsignore Palafox fuese portador del birrete al nuevo purpurado y, en recompensa, le concedió el rey un año después la prebenda de arcediano de Cuenca a la sazón vacante. En 1766 obtuvo todavía un canonicato en esta misma catedral. Hasta febrero de 1769 no se ordenó de presbítero. Al canonicato renunciaría en 1773, por considerar abusivo acumular demasiada renta eclesiástica en el contexto de penuria donde aún seguía inmersa una parte importante del reino.

Cuenca en el Setecientos

La capital, muy a duras penas y con lentitud manifiesta logró superar los escuetos límites a que se vio reducida su porción de habitantes durante el siglo XVII. Si, por un lado, las cuatro mil personas de mediados del Seiscientos habían llegado a ser unas seis mil quinientas en 1721, un censo de solares realizado aquel año cifraba éstos en 1.485, lo que ayuda a hacerse idea del grado de postración en que aún se hallaban entonces sumidos el caserío conquense y quienes lo habitaban. Tan sólo algo más de la mitad de los vecinos laicos de Cuenca tenían capacidad fiscal real en 1712. Pobre en rigor era estimado entonces por las autoridades municipales un tercio de la población total. Esta categoría social, referida en la documentación por su absoluta incapacidad de contribuir en los impuestos directos que en la ciudad se ordenaba recaudar, no sólo la componían los infortunados de ella: enfermos impedidos, viudas, jornaleros precarios, gentes sin oficio, etc. Absolutamente desigual como era la distribución de la renta, los valores morales vigentes convertían al pobre de solemnidad en alguien perfectamente identificado en lo administrativo y cotidiano, cuyo desvalimiento, habitual o sobrevenido, le hacía acreedor legítimo de la caridad de sus convecinos y establecían en consecuencia un cierto mecanismo compensatorio y pacificador a través de la limosna personal e institucional.

“(…) por el atraso y miseria a que están reducidos los vecinos y que, habiendo investigado los vecindarios, escasamente se hallan seiscientos vecinos y de éstos sólo los trescientos capaces de contribuir y los restantes al número que puedan aiudar, pues los demás hasta el complemento del vecindario son forasteros y pobres de solemnidad que se mantienen de las limosnas que la piedad executa [tachado, “que los conventos y personas piadosas executan].”

El resultado era que, en Cuenca, como en tantas otras ciudades episcopales, fuese siempre elevado el número de los menesterosos y hubiera en ella una oferta caritativa que atraía a los desvalidos de un amplio entorno, sobre todo cuando la escasez se dejaba sentir en él con mayor crudeza. El hecho era constatado y reiterado sin especial diferencia en diferentes momentos.

En febrero de 1714, recién concluida la Guerra de Sucesión, “la situación de suma desolación y miseria a que están reducidos los pueblos del obispado”, había provocado como secuela, “que el número de pobres de ambos sexos cada día van a más en aumento, por abandonar los vecinos los pueblos y recogerse con sus hijos y familias a esta ciudad, al abrigo de la limosna que el señor obispo reparte en su puerta y, a su imitación, algunos prebendados.”

Cuarenta años después, en 1752, lejos ya los avatares bélicos, no parece que la situación hubiese cambiado mucho:

“Les parece habrá en esta ciudad doscientos y cincuenta pobres, sin incluir los forasteros que concurren en todos tiempos, estimulados del quarterón que da cada día el señor Obispo y, en determinado tiempo, el Arca de la Limosna de Señor San Julián y, otras muchas, los prebendados de esta santa Iglesia y particulares, así eclesiásticos como seculares.”

Harto endeble el crecimiento económico logrado a la postre, tardaría por ello muchísimo tiempo aún la población de la capital conquense en superar aquel frágil aumento, cercano a las nueve mil personas en 1787, alcanzado como indicador del progreso material conseguido durante la segunda mitad del Setecientos. La guerra otra vez se encargaría de borrar sus vestigios nada más comenzar la nueva centuria.

No fue la ciudad de Cuenca un lugar donde las innovaciones culturales o las reformas económicas llevadas a cabo en otros lugares destacaran especialmente durante el siglo XVIII. Urbe marcadamente levítica, el censo de 1751 evaluaba a los eclesiásticos en torno al nueve por cien de la población total. En cambio, en el de 1787 y debido a los cambios operados en la economía urbana a los que Palafox, como veremos, no fue ajeno en absoluto, la proporción se habría reducido al cinco por cien. De todos modos, la ciudad debió en gran parte su recuperación dieciochesca a la buena coyuntura agraria que en aquélla y otras comarcas provinciales engrosó las rentas clericales, teniendo en cuenta que en ella residían sus principales beneficiarios. Era la de Cuenca una colectividad breve. En su seno, la convivencia social, condicionada por la cortedad del número de sus protagonistas y minimizada aún por la limitación física del espacio urbano, discurría de un modo notoriamente cerrado y estrecho en un precario equilibrio sustentado por las rígidas estructuras de poder vigentes.

Los continuos avatares a que se hallaba sometida la producción agraria continuaron dificultando a los conquenses el consumo de los artículos de primera necesidad, sin que las medidas liberalizadoras impuestas por el gobierno al comercio de granos lograsen favorecerlo gran cosa, cobrando vigor en cambio tensiones y conflictos sociales latentes. Se plasmaron éstos en una revuelta popular de relativa violencia, conectada con las que en el resto del reino se produjeron durante la primavera de 1766. No se hizo esperar el castigo de los revoltosos y aprovecharon además los fiscales del Consejo de Castilla el suceso para amonestar duramente al prelado Isidro de Carvajal y Lancaster (1760-1771) quien, en cartas dirigidas al confesor regio y al propio monarca, había mostrado su malestar disconforme ante el reformismo emprendido, considerando aviso divino los desórdenes acaecidos entonces.

Fruto de aquellos acontecimientos fueron las medidas de reforma municipal introducidas entonces y la reactivación de la manufactura de paños, una vez detectada entre las causas inmediatas del motín la miseria a que se habían visto reducidos en aquella coyuntura la gran mayoría de los trabajadores locales del textil. Al gobierno local llegarían también aquí, como al resto de los ayuntamientos hispanos, elegidos por sufragio restringido, los representantes populares en la corporación: el Diputado y el Síndico Personero del Común.

A diferencia de otros lugares que, como Segovia, aunque también había sido grande en ellos la ruina de producción textil durante el siglo XVII, recuperaron al llegar el XVIII una buena parte del volumen alcanzado por su pañería en el Quinientos, en Cuenca tal reparación se mostró enormemente difícil y precaria a la postre. Era el sector textil la única actividad artesana capaz de una cierta proyección comercial al exterior y parece que fueron tres los periodos en que cabe resumir su accidentada evolución en el transcurso del siglo XVIII. Arranca de los años finales del siglo anterior el primero, puesto que la empresa del flamenco Humberto Mariscal, más arriba evocada, dio comienzo en 1687 cuando trasladó este a la ciudad, desde Holanda, oficiales y pertrechos con los que poner tejido de calidad en el mercado local y foráneo aprovechando la bondad de las lanas conquenses, destinadas a la exportación su mayor parte.

Sorteando dificultades y amparados aún tras las exenciones fiscales periódicamente renovadas por la Corona, prosiguieron su ejercicio profesional los pañeros conquenses hasta 1761. La suspensión de las franquicias hasta aquel entonces disfrutadas, tanto como que, por decisión de sus proveedores, dejasen de vestirse con barragán de Cuenca los criados de la Real Casa y Familia, supusieron un muy duro embate para unas actividades productivas como éstas, siempre frágiles de suyo frente a un mercado sumamente cambiante y tan frágil como azarosa era de suyo la coyuntura agrícola. Así pues, coincidiendo negativamente con las dificultades sobrevenidas entonces al mundo agrario y la presumible reducción de la demanda, en 1763 tan sólo quedaban activos veintidós telares, con la inevitable consecuencia de haberse extendido la miseria entre muchas de las familias que antes habían ganado holgadamente el cotidiano sustento, dedicadas a la carda, hilado, tejido o cualesquier otras tareas anejas, de modo directo o no, al obraje pañero. Importa señalar esto para mejor entender, desde el malestar social causado por aquel giro negativo de las manufacturas, la crispación de ánimos origen del ya reseñado levantamiento popular de 1766, cuando muchos de aquellos desempleados, reducidos al punto de mendigar ellos y los suyos de manera irremisible, estimaron insoportable el súbito encarecimiento del pan sobrevenido en tanto a causa de las malas cosechas que desde comienzo de la década se venían encadenando, en modo alguno paliadas por la supresión de la tasa y la consecuente libertad de precio en los cereales decretada.

Antonio de Palafox, bien destacado del resto de la clerecía conquense por su personalidad de auténtico ilustrado cosmopolita, comprometería su fortuna personal aportando el necesario capital a un proyecto ligado al desarrollo social, económico y cultural de los desocupados mendicantes que cada día le saldrían al paso, eludiendo con ello de manera constructiva improductivo socorro inmediato de los mendicantes.

El panorama eclesiástico

El peso social y económico del estamento clerical en la España del siglo XVIII resultaba indudable. Poseedores de una notable porción del suelo cultivable y beneficiarios a la vez a través del diezmo de una parte sustancial de la renta agraria, clérigos y religiosos tutelaban a la vez de manera casi exclusiva las instituciones asistenciales y docentes. Se comprenderá por ello que no perdiese de vista la Corona tan importante núcleo de poder social e intentara extender también a él las medidas de reforma que afectaban a otros sectores de la vida española de entonces. No se trataba de una persecución; el rey y sus ministros eran católicos de profundas creencias. Aspiraban tan sólo a que la autoridad monárquica se extendiese al clero sin intromisión romana alguna, según defendían entonces determinados canonistas y teólogos -Van Spen, Tamburini, Febronio, etc.- dispuestos a apuntalar con su doctrina aquél “regalismo” promotor de la autoridad episcopal en cada diócesis frente a la universal reivindicada de antiguo por el papa. Culminación de un viejo movimiento de apoyo al poder absoluto de la Monarquía que contaba con hacer cada más autónomas a las iglesias nacionales, sometidas éstas de pleno, eso sí, a la autoridad del rey, hecho éste responsable de la tutela disciplinar de clero y fieles. En este contexto se ha de entender la expulsión de la Compañía de Jesús de los reinos hispanos.

Los ministros ilustrados intentaron así, con éxito diverso, dignificar el sistema beneficial y con ello remediar algo la flagrante desigualdad económica que entre los sacerdotes se daba. Comprendiendo la enorme influencia que los párrocos estaban en condiciones de ejercer sobre sus feligreses se procuró mejorar la calidad de la docencia en los seminarios diocesanos en aras de una pastoral básicamente útil que colaborase con la promoción del país a la que se orientaba la política gubernativa.

La Inquisición, pese a lo imponente aún de su aparato institucional y maneras de actuación pública, dejó paulatinamente de servir a los intereses del estado, desaparecidos los objetivos de persecución de la heterodoxia que le habían dado sentido durante los anteriores siglos. Trasladada a otras instancias judiciales la persecución de algunos delitos, como la sodomía o la bigamia, privativos antes de la jurisdicción del Santo Oficio, la censura de libros fue igualmente asumida por el Consejo de Castilla entrando éste a veces en contradicción con los criterios inquisitoriales, imponiéndose sobre ellos al cabo.

Don Antonio de Palafox, miembro eminente de la nobleza y el clero, los dos estamentos dirigentes de la sociedad de entonces, era además un hombre de principios e ideas claras. No abandonó nunca la visión cosmopolita del mundo adquirida en sus años jóvenes y fue por ello difusor y promotor de las iniciativas de signo reformista que la corona avalaba en su afán de modernizar y desarrollar al país sin realizar cambios drásticos. En su casa, cuyo solar ocupa hoy la Audiencia Provincial, formó una excelente biblioteca, compuesta por obras de diversos autores italianos, franceses y españoles, interesados por las reformas políticas y religiosas, sin obviar desde luego aquellos reprobados por la censura inquisitorial. Hizo además de su casa de Cuenca lugar de encuentro para cuantos, eclesiásticos y laicos, aquí sentían inquietudes intelectuales. Cortesano a la vez, no recibió en vano el año 1771 la Cruz de la recién creada Orden de Carlos III que pretendía aglutinar a los más fieles colaboradores del proyecto ilustrado.

El reformismo social y económico

Tres fueron los objetivos principales en el ámbito del crecimiento económico planteados por los gobernantes a lo largo del siglo XVIII: lograr un incremento perceptible de la población, satisfacer las necesidades básicas de ésta e incrementar gracias a ello su capacidad fiscal en beneficio del Estado. Atender las demandas de una población creciente requería, antes que nada, explotar más racionalmente las tierras acumuladas masivamente por las “manos muertas” de los eclesiásticos y los nobles propietarios y principales beneficiarios de la renta agrícola por diversas vías. Hacía igualmente preciso flexibilizar el mercado de la tierra y el de los productos agrícolas. Racionalizar y sistematizar los impuestos y dotar además a las arcas públicas de ingresos suficientes con los que promover el programa político de reformas impuestas desde arriba por el Despotismo Ilustrado. Todo ello, bien entendido, sin que fuesen puestos en cuestión de ningún modo los elementos definitorios básicos de la sociedad en cuanto a atribución de la propiedad o ejercicio absoluto del poder por el monarca y sus inmediatos colaboradores. Era necesario también liberar el comercio con América de las trabas a él impuestas por un monopolio anacrónico, abriéndolo a todos los súbditos del monarca hispano. Mientras se emprendía una política de fomento y apoyo a las manufacturas nacionales encaminado a fomentar el incremento de la producción.

Una parte de la elite intelectual de Cuenca vino a sumar su esfuerzo a todas estas empresas. Formados muchos de sus integrantes en el seminario diocesano, ostentaba éste la condición de suprema institución cultural en la provincia, adscrito desde 1782 al régimen universitario de Alcalá de Henares. Unidos clero y aristocracia reformistas a la débil burguesía local, en 1783 se fundó aquí una Sociedad Económica de Amigos del País al estilo de las que en otros lugares promovían desde la corte, cuyo bienintencionado lema era “Al bien público”.

Desde el comienzo de su andadura apoyó el arcediano de Cuenca Palafox a la Sociedad Económica. Hizo luego posible su generosidad la iniciativa de abrir escuelas gratuitas para niños y niñas emprendida por ésta. No se desentendió tampoco de las medidas ordenadoras de la caridad que entonces adoptaba el gobierno y, luego de la muerte del obispo Florez Pabón en 1777, financió la conclusión dos años después de las obras la Casa de Recogidas iniciada por éste. Promovería después la construcción de una Casa de Misericordia aneja a la anterior, donde, como en el Hospicio fundado por iniciativa monárquica en 1784, se fomentaría la actividad útil de los asilados, si bien fue la aplicación a ellas por orden regia de diferentes caudales de origen eclesiástico lo que al cabo permitiría que todas estas instituciones funcionasen.

La fábrica de paños de Cuenca

Palafox, atento a las ideas de Ward y Campomanes, comprendió la importancia que para luchar contra el ocio empobrecedor en la ciudad y el campo tenía el apoyo a las empresas manufactureras. Por ello, movido de celo caritativo e ilustrado a la vez, sostuvo en 1774 con su propio peculio la iniciativa de modernizar la estancada manufactura textil de Cuenca manifestada por el murciano Gaspar Carrión, facilitando la apertura de una fábrica de paños y alfombras que terminó instalada en 1780 en la vieja Casa de Moneda y fue transferida en 1786 por orden regia al consorcio de los Cinco Gremios Mayores de Madrid.

A unos trescientos mil reales ascendió entonces aquella inversión de caudales eclesiásticos provenientes, además de la donación de Palafox, del expolio del obispo Carvajal y Lancaster (1760-1771). A ellos se sumarían después 1.440, aportados por el obispo Flórez Pabón (1771-1777), destinados a adquirir veinticuatro telares y otros trescientos cincuenta mil de subvención estatal a cuenta de los seiscientos mil otorgados con este fin por el Consejo de Castilla procedentes del hipotético sobrante de las rentas de Propios de los ayuntamientos de la provincia. Con un capital inicial próximo al millón de reales, convertida la empresa en Real Fábrica, la bondad de sus productos logró restablecer la buena opinión que antes merecían a los consumidores los barraganes conquenses.

Aquel plan de "fomento de la industria popular", al uso ilustrado de la época, cobró después más altos vuelos al pasar finalmente a depender la Real Fábrica, desde noviembre de 1786, del grupo empresarial constituido por los Cinco Gremios Mayores de Madrid.

La Revolución Francesa

Los acontecimientos políticos que a partir de julio de 1789 dieron al traste primero con la fórmula absolutista de gobierno y luego con la misma monarquía en Francia dejando paso al Terror y las posteriores formulas republicanas más autoritarias cada vez en los años postrimeros del siglo XVIII, marcaron profundamente el devenir del reformismo en España. Al “pánico de Floridablanca” y su política de cordón sanitario para alejar de la península el contagio revolucionario que la propaganda impresa y los propios exiliados promovían, sucedió el fallido ministerio de Aranda entre 1793 y 1794. La guerra contra la Convención hizo emerger el sustrato más reaccionario del pensamiento social hispano, marginando los programas de relativa apertura ideológica hasta entonces promovidos. La Inquisición recuperó su antigua tutela censora sobre la producción impresa. No se interrumpieron del todo las reformas, pero ni las disponibilidades de un fisco público que caminaba hacia la bancarrota por causa de la intensa actividad bélica emprendida ni los irreversibles pasos dados fuera en contra del Antiguo Régimen permitirían recuperar un proceso ya definitivamente abortado. Por un momento pareció posible, justo al finalizar el siglo, que Jovellanos (1744-1811) y Urquijo (1769-1817) retomasen la tarea de modernizar al país, pero era todo un espejismo, según se encargarían de mostrar los venideros acontecimientos políticos y militares.

Palafox obispo de Cuenca

Espíritu no menos religioso que benéfico, sus inquietudes personales le condujeron por los derroteros de la modernidad religiosa de entonces, motejada de “jansenismo” tardío por sus detractores. Se trataba, muy en suma, de un movimiento que unía el rigorismo moral y un acusado íntimo temor de Dios, opuestos de manera explícita a la permisividad con que se decía dirigían las conciencias los jesuitas. Por otro lado, apoyaba la independencia gubernativa de los obispos diocesanos en sus relaciones con Roma, mientras abogaba por que las reformas necesarias a introducir en la Iglesia contasen con el apoyo de los reyes en el ámbito de sus respectivas Coronas.

La variada especificidad de los intereses intelectuales de Palafox se pone de manifiesto al hojear los escasos restos de su biblioteca personal llegados hasta nosotros, complementados con los que se inventariaron como “prohibidos” tras su muerte. La pedagogía se codea en ella con las ciencias eclesiásticas –teología, historia o derecho-, la catequética y la pastoral, con los libros de controversia antijesuítica tan de su tiempo. La economía política se une a la literatura antigua y moderna.

En Madrid compartió el sincero afán de reforma eclesiástica y religiosa con su cuñada la condesa de Montijo. En su palacio madrileño de la calle del Duque de Alba, María Francisca de Sales y Portocarrero (1754-1808) reunía a un selecto grupo de contertulios como Antonio Tavira (1737-1807), prior de Uclés y obispo luego de Canarias, Burgo de Osma y Salamanca, los canónigos Juan Antonio Rodrigálvarez (1756-1811) y José Yeregui (1734-1804), letrados como Jovellanos y Juan Meléndez Valdés, entre otros. El objetivo compartido por quienes formaban el grupo era eliminar los numerosos obstáculos que al auténtico cristianismo defendido por ellos oponía la intolerancia sostenida desde Roma con ayuda de numerosos sectores eclesiásticos hispanos. Recuperar para los lectores piadosos el texto en español de la Sagrada Escritura que les había sido usurpado dos siglos antes, reprobar el escolasticismo, promover las enseñanzas de los autores espirituales clásicos, conocer mejor la liturgia, oponerse a la moral laxa atribuida a los jesuitas, eran algunos de los pilares donde se sustentaba aquella piedad ilustrada. La Inquisición intentaría, en una torpe maniobra política, procesar sin éxito a varios de ellos, incluido Palafox.

La política expansionista de Napoleón sobre Italia condujo al papa Pío VI al exilio forzoso en Francia, donde falleció en 1799. Las oscuras perspectivas de futuro que al papado parecieron abrirse entonces aconsejaron a Carlos IV y su ministro Urquijo reconocer de manera excepcional a los obispos españoles, fieles colaboradores de la monarquía en su mayor parte, la recuperación de las atribuciones en materia de dispensas matrimoniales y otras reservas que los autores regalistas consideraban haberles sido usurpadas por la sede romana. La Corona dejaría además de pedir la confirmación pontificia de quienes por ella fuesen designados obispos. Se iniciaba el mal llamado “cisma de Urquijo”, sin embargo, la pronta elección de Pío VII en marzo de1800 desbarató el episodio. Con todo, el valimiento siquiera pasajero del ministro y la muerte del obispo Felipe Antonio Solano en mayo de 1800 brindó ocasión perfecta para la promoción de aquel firme puntal del reformismo en tantos frentes. Presentado en julio, el papa lo preconizaría en octubre de 1800.

En febrero de 1801 tomó posesión personal del obispado de Cuenca. La muerte truncaría fatalmente las diversas esperanzas suscitadas en torno suyo sin haber podido hacer otra cosa que formular proyectos. Iniciaría la visita pastoral diocesana, publicaría varias Cartas Pastorales y urgiría la práctica de la caridad, organizando a su costa la distribución en la ciudad de una sopa económica en 1802, cuando se insinuaba una aguda coyuntura de crisis económica y epidémica que se prolongaría los años venideros. Además de procurar mejorar con el trabajo útil la vida de los pobres, principal preocupación suya fue la instrucción del clero y para mejorarla financió una edición traducida del Catecismo del concilio de Trento, que aparecería en 1803, luego de su muerte. A tal efecto había hecho venir de Valencia a Fernando Antonio de Lamadrid para que instalara oficina de imprenta y librería, reanudándose con ello la actividad editorial interrumpida en la ciudad desde el siglo XVII. Perduró sobre todo su obra educativa en la ciudad de Cuenca, Las escuelas de niños y niñas, puestas al principio bajo el patrocinio de la Sociedad Económica de Amigos del País y luego tutelada por el Cabildo de curas párrocos. Se sustentarían con un generoso legado y en adelante aquel apellido resultaría familiar a los conquenses, vinculado a una calle harto transitada y en ella a un conocido edificio, amplia posada primero con cuyas rentas funcionarían las escuelas, Instituto de Segunda Enseñanza después, ahora Escuela de Música.

Paco Auñón

Paco Auñón

Director y presentador del programa Hoy por Hoy Cuenca. Periodista y locutor conquense que ha desarrollado...

 
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