Los hermanos Juan y Alfonso Valdés, dos conquense con proyección europea
Desde Cuenca, donde se criaron en una familia acomodada, sus pensamientos y obras se extendieron por Europa en la primera mitad del siglo XVI
Cuenca
Es muy probable que al preguntar por la identidad de quienes dan nombre a una céntrica calle de Cuenca, detrás de la subdelegación del Gobierno, pocas personas conozcan quienes fueron y aún menos sepan dar noticia de la vida y obras de Juan y Alfonso de Valdés. Por eso, en el espacio El archivo de la historia que coordina Miguel Jiménez Monteserín, y que emitimos los jueves en Hoy por Hoy Cuenca, intentamos refrescar memorias escolares y recordar a dos de los conquenses de mayor proyección europea, alcanzada en su tiempo y después gracias a las actuaciones que protagonizaron dando cauce a sus ideas.
Los hermanos Juan y Alfonso Valdés, dos conquense con proyección europea
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MIGUEL JIMÉNEZ MONTESERÍN. Tanta o mayor dificultad ofrece la pretensión de sintetizar en pocos párrafos la hondura del pensamiento valdesiano, como el empeño de allegar datos precisos que ayuden a iluminar el claroscuro de los tantos episodios de su vida aún en la sombra. La traza biográfica de Juan estuvo mucho tiempo ligada a la de su hermano Alfonso y a fijarles patria, familia, estudios, infancia y juventud se aplicaron, desde mediados del siglo XIX, con relativa fortuna sus primeros apasionados estudiosos, hispanos y foráneos. Es probable que los archivos y las bibliotecas guarden todavía suficientes noticias significativas capaces de enriquecer con nuevos trazos al perfil humano de tan singulares personajes, pero es bien cierto que, sin ser definitivas del todo, han sido harto notables las aportaciones hechas a la biografía de cada hermano por la investigación reciente. Teniendo en cuenta que las pesquisas documentales han sido realizadas sobre todo en España y más en concreto en los archivos conquenses, el fruto de ellas ha contribuido de manera principal a esclarecer las circunstancias familiares y algunos episodios juveniles de nuestros personajes. Debido a ello, buena parte de su trayectoria italiana carece aún de parejo apoyo documental.
Su nacimiento e infancia en Cuenca
Dando por sentado que fueron gemelos, podría situarse en torno a 1493 la fecha de su llegada al mundo. La familia ofrece un singular perfil social. Los genealogistas posteriores harían oriunda de la montaña asturiana a la rama paterna y remontaron la presencia de sus miembros en Cuenca a los últimos años del siglo XIII. Cierto o no este extremo, sí se encuentra mejor documentado en cambio el reiterado entronque de los Valdés con familias judeoconversas. Hernando, el padre de Juan, confesaba en 1512 ante el Santo Oficio conquense que su abuela materna era conversa y que su mujer, María de la Barreda o Alonso, tenía "tres partes de conversa". Así lo manifestaba al deponer como testigo en un proceso de Inquisición:
"El dicho Fernando de Valdés, regidor, testigo jurado y ratificado, dijo que puede ser de edad de más de sesenta años y que es cristiano viejo de parte de su padre e madre, converso de parte de una abuela por parte de su padre; que tiene parte de converso, e que este testigo fue penitenciado en este Santo Oficio, e que su padre ni madre, ni sus antepasados, no fueron condenados ni acusados en este Santo Oficio, y que su mujer de este testigo tiene tres partes de conversa, a lo que este testigo ha sabido, e que su padre della ni madre ni ascendientes nunca fueron acusados ni sentenciados en este Santo Oficio, e que no ha seído condenado por delito por donde no deba ser testigo ni deba valer su dicho, ni es perjuro, (...)."
Otras referencias documentales permiten aventurar incluso haber sido hermano de María de la Barrera un Hernando de la Barrera, clérigo, quemado por judaizante convicto en 1491. De entrada, cabe pues señalar que lo fronterizo en materia religiosa acompañó siempre a los miembros de la familia. El 13 de enero de 1482, cuando contaba alrededor de 28 años, contrajo matrimonio en la parroquia de San Vicente con María de la Barrera, la esposa cuyo origen converso él mismo reconocía y cuya identidad, o bien silencian sus deudos en muchos documentos o bien la intentan camuflar otorgándole el apellido Alonso, probablemente suyo también, pero menos connotado como de raigambre confesa. De los doce hijos nacidos de aquella unión, nueve superarían la adolescencia, lo cual para la época resultaba bastante insólito. Fueron estos, Andrés, el primogénito, (1483? - 1548?), que en 1520 sucedió a su padre en el regimiento conquense; Diego, arcediano de Villena y canónigo de Cartagena, fallecido en esta ciudad a fines de 1533; Gregorio de Alarcón, que "murió moço en casa de su padre"; Cristóbal, fraile franciscano primero y luego clérigo exclaustrado que se fue de Cuenca en 1537 sin que la familia supiese después nada de él; Francisco de Valdés, maestresala del segundo marqués de Moya, Juan Fernández de Cabrera y de Bovadilla, "estando en Valladolit, en sus negocios, murió allí, año de 1523"; Alfonso, "fue secretario del emperador don Karlos, nuestro rey y señor, el cual tenía cargo de las cosas de Roma, Nápoles y Alemania. Murió en la Cibdad de Viena", el seis de octubre de 1532; Juan, "fue camarero del Papa Clemente septimo, de feliz recordación, después que su santidad murió se fue a residir a la cibdad de Nápoles, donde al presente [1540] está."; Teresa Gómez de Valdés, "murió recién casada"; Mari Gómez de Valdés, casada en Cuenca con Luis de Salazar; Catalina, murió niña; Margarita, monja concepcionista en el monasterio conquense de la Puerta de Valencia, a quien el Papa autorizó, por razones de salud, a vivir fuera de la clausura, así como a recibir las herencias de sus hermanos Alfonso y Juan; Isabel, casada en 1523 con su pariente Luis de Orduña.
El orden con que hemos enumerado a los hijos de Hernando de Valdés y María de la Barrera es el mismo que aparece en la hidalguía de Andrés, aunque la separación de varones y hembras hace muy poco verosímil la secuencia. De todos modos, suponiéndole a la madre, al uso del tiempo, alrededor de diez y ocho o veinte años en el momento de casarse y un teórico intervalo de dos años entre cada uno de sus partos, parece posible en principio conjeturar la data del nacimiento de ambos hermanos Valdés hacia 1493. La cuestión de si eran o no gemelos a partir del testimonio de quienes los conocieron parece zanjada. Juan lo afirmaría rotundamentel:
“(...) y ellos [los integrantes del círculo de amistades de su hermano ya fallecido] abrazarme y quererme como a hermano y gemelo, a quien la naturaleza dio los mismos rasgos de rostro y el mismo sonido de voz., Cfr. Carta a Juan Dantisco (12 de enero de 1533)”
Una testificación conservada entre los papeles de Inquisición del Archivo Diocesano de Cuenca vendría a ratificarlo a partir del detalle de una curiosa costumbre observada por la familia:
“Este dicho día, xvi de junyo de I.dxiii años. Fernando de Valdés, regidor.- Sancho Muñoz, vecino de Cuenca, testigo jurado, etc. dixo que puede aver quatro meses, poco más o menos, que, hablando Ferrando de Valdés con este testigo en un estudio, le dixo el dicho Valdés que tenýa guardadas las camysycas en que avýan salido embueltos sus dos fijos del vientre de su madre, los que nasçieron de una ventregada.”
Hernando de Valdés fue regidor del Ayuntamiento de Cuenca desde 1482, siendo como tal elegido varias veces procurador a Cortes. Miembro del activo patriciado urbano conquense, su patrimonio, radicado en la ciudad y sus alrededores consistía en casas, censos, batanes, solares y herreñales. Por concesión concejil emprendió la roturación de algún despoblado próximo a Cuenca y hasta se aventuróa realizar la edición de un libro de Horas de la Virgen, en 1528 con Cristóbal Francés y Francisco Alfaro, dos impresores itinerantes, mostrando de este modo que nada escapaba a su afán emprendedor como hombre de negocios. Encumbrado socialmente por gracias al dinero, obtuvo la condición de hijodalgo y no retrocedió tampoco ante los conflictos que se plantearon en su ciudad al hilo del cambio secular y dinástico. Con su hijo mayor, Andrés, participó en las negociaciones y tumultos ocasionados el año 1512 por el arbitrario celo del inquisidor Antonio del Corro al precio de que se les iniciasen sendos procesos por "fautores de herejes” o, lo que es lo mismo, enemigos abiertos de la inquisición que perseguía a los herejes. Durante el episodio local de las Comunidades en 1520, la fidelidad familiar al joven monarca Carlos I costó el destierro de Cuenca a Fernando y cercenó la prometedora carrera cortesana que, al amparo del poderoso marqués de Moya, Andrés de Cabrera, había ya iniciado como "contino" el primogénito Andrés. Obligado por los avatares de la política local a volver a Cuenca para ocupar el puesto de regidor, cuyo abandono habían impuesto al padre los sublevados comuneros, su ausencia de la corte, abrió camino en ella, sin embargo, a su joven hermano Alfonso, el futuro secretario imperial.
Los demás componentes de la familia irían buscando situación y acomodo poniéndose bajo el amparo de la nobleza y la Iglesia. Diego obtendría el Arcedianato de Villena, lo que le convertiría en miembro del cabildo catedral de Murcia, Francisco seguiría en relación con el marqués de Moya, el valedor familiar, y sería su maestresala, Cristóbal y Margarita profesarían la regla de San Francisco, ésta en la reciente rama concepcionista fundada en Toledo y cuya segunda Casa se abriría en Cuenca en 1504. María, casada con el hidalgo conquense Luis de Salazar, sostendría con el ya citado Andrés, el futuro del linaje.
Juan de Valdés
En cuanto a Juan, probablemente destinado también al clericalato desde la adolescencia,sabemos poco de sus años de formación en Cuenca. Los primeros datos documentales que de él poseemos lo sitúan, el año 1523, en la corte señorial que el marqués de Villena, Diego López Pacheco, tenía en Escalona (Toledo), donde es muy probable que se impregnase del espíritu de la doctrina alumbrada que el contador del marqués, Pedro Ruíz de Alcaraz alentaba entre los familiares y servidores de éste. Los primeros adeptos de este movimiento espiritual venían de la espiritualidad del recogimiento, originada entre los franciscanos a lo largo del último cuarto del siglo XV. Estos propagaron un ideario místico basado en la unión amorosa con Dios y en la quietud interior, desatenta el alma del entendimiento especulativo, “sin pensar en nada”. Los “alumbrados” o “dejados” subrayaron sobre todo este aspecto pasivo de la unión con Dios en la oración estrictamente mental, derivando hacia un ostensible rechazo de cualquier género de buenas obras o de autoridad eclesiástica expresada en mandatos positivos, sintiéndose indefectiblemente habitados y guiados por el Espíritu Santo, libres frente a los mandamientos, impecables por ende, al considerar que “el amor de Dios en el alma es Dios”. Aquella proclamada experiencia de iluminación divina y acelerada perfección de vida llevó a ciertos teólogos, validos de contradictoria metáfora, a calificar a sus adeptos de “alumbrados por las tinieblas de Satanás”. De ahí se difundió luego el apodo vejatorio. El movimiento, secreto y harto confuso de hecho en cuanto a su explicitación doctrinal, pudo originarse en el convento franciscano de La Salceda próximo a Guadalajara, aunque cundió sobre todo en medios espirituales laicos alcarreños y toledanos, aglutinados por diversos líderes, entre los que destacaban Pedro Ruíz de Alcaraz y María de Cazalla. La peculiar sensibilidad religiosa de los conversos proporcionó bastantes adeptos al movimiento en el que se perciben puntos de conexión, más o menos explícita, con el luteranismo temprano, ya reminiscentes o bien simultáneos. El ansia de una vivencia interior del puro amor de Dios, alejada de los minuciosos preceptos y las exigentes normativas ascéticas reputadas meritorias coincidiría con el paralelo cuestionamiento de todo ello realizado entonces por Erasmo y Lutero sin ahondar mucho en matices. La inquisición toledana acabó con el movimiento en 1525. Fruto de los procesos incoados entonces fue el primer edicto contra los alumbrados promulgado el 23 de septiembre de aquel año por Don Alonso Manrique. Tres años después del desbaratamiento de la devota comunidad por la Inquisición en 1524, hallamos a Juan de Valdés en Alcalá, siguiendo los cursos de griego y hebreo que allí impartían algunos escrituristas seguidores y amigos de Erasmo.
En 1529 publica en Alcalá el Diálogo de Doctrina Cristiana, de hecho, la única obra de corte espiritual inspirada directamente en Lutero que se publicaría en España, rápidamente denunciada y prohibida por la Inquisición, hasta el punto de que únicamente parece haberse salvado un ejemplar de ella, conservado hoy en la Biblioteca Nacional de Lisboa. Huido enseguida a Roma para evitar el proceso inquisitorial que debió inmediatamente iniciársele, intentó allí hacer carrera como miembro de la familia pontificia a la sombra de su hermano Alfonso. La reciente coronación imperial de Carlos V (22 de febrero de 1530) había convertido a Alfonso en un brillante cortesano aquellos días y, a sus instancias, fue nombrado Juan camarero secreto del papa Clemente VII.
Muerto Alfonso en 1532, se dirigió Juan a Nápoles con el propósito de obtener el nombramiento de Archivero de aquel Reino. No lo logró y más bien parece que su papel oficial allí fue el de espía o agente secreto del Emperador manteniendo una intensa correspondencia con diferentes políticos de diferentes estados italianos. Libre aparentemente de cargas y obligaciones, quedó instalado en el seno de la nobleza local, convertido en su mentor espiritual, animando un grupo devoto inclinado a posiciones de creciente radicalismo heterodoxo. Su trabajo en la corte virreinal, las dádivas de sus discípulos, las herencias de sus hermanos y la renta de sus beneficios eclesiásticos españoles, en particular el curato del pueblo de San Clemente, en la Mancha de Cuenca, le permitirían un vivir pasablemente digno, sin desentonar en el distinguido ambiente social donde se desenvolvía.
Para mejor instruir a estos seguidores espirituales que, aunque hablaban la lengua castellana no la conocían bien del todo, escribió el Diálogo de la Lengua, la primera de las obras filológicas sobre las que se asentaría el sólido prestigio del castellano en Europa durante los inmediatos años del siglo XVI. También en Nápoles, prosiguiendo su labor doctrinal y catequética, escribió las Ciento diez divinas consideraciones, tradujo del hebreo el Salterio, del griego las Epístolas a los Corintios y los Romanos de San Pablo, además del Evangelio de San Mateo. Finalmente culminó su obra de humanista cristiano redactando el Alfabeto cristiano, máximo exponente de su doctrina del "beneficio de Cristo", que dedicó a su amada discípula Julia Gonzaga.
Murió en agosto de 1541, poco antes de que se desatasen las iras de la Inquisición Romana contra el grupo espiritual que él había creado, obligado seguidamente a dispersarse para buscar refugio la mayoría de sus miembros en la Ginebra de Calvino.
Alfonso de Valdés
Durante mucho tiempo los nombres de Alfonso y Juan de Valdés han ido indisolublemente unidos en las historias literarias o del pensamiento hispano. Partiendo de la contemporánea alusión de Erasmo, que en una carta calificaba a los hermanos de gemelos: “(…) toda vez que yo, siendo como sois, tan parecidos, os considero como una sola persona, no como dos.” Que aludía seguramente a la íntima comunidad de ideales profesada por ambos,más que a una cuestión puramente biológica, la posteridad crítica, hasta fechas relativamente recientes, consideraba a los Valdés como una pareja de autores cuyo pensamiento resultaba difícil de perfilar individualmente. Hoy, como hemos visto antes, la cuestión parece zanjada.
En todo caso, como si se pretendiese compensar el brillo mundano y político logrado a lo largo de su corta vida por Alfonso, prevalecía siempre la superior penetración ideológica y doctrinal del abiertamente heterodoxo Juan, cuya aparente modestia en la ejecutoria personal, se veía ennoblecida por la innegable elevación espiritual de sus escritos.
El tiempo y el trabajo han permitido dibujar mejor la silueta perfectamente diferenciada de ambas personalidades y se han deshecho así los tópicos evocados. Ni la mayor extensión que ofrece la obra de Juan, ni tampoco la radical evolución espiritual llevada a cabo durante su época napolitana, le otorgan el monopolio de la agudeza presente en los trabajos de Alfonso, cuyas inquietudes intimas iban mucho más allá de la pretendida consideración de diplomático hábil e ideólogo pragmático que ha querido atribuírsele.
Si aceptamos su condición gemelar con Juan pudo nacer Alfonso en Cuenca alrededor de 1493, en el seno, como va dicho, de una familia de judeoconversos acomodados, dotados de prestigio y autoridad en la ciudad del Júcar. En calidad de tales pertenecían sus miembros a la clientela de Andrés de Cabrera, primer marqués de Moya, influyente personaje palaciego, quien situaría en la Corte a varios de los vástagos de aquella estirpe. Iniciada la carrera áulica durante el confuso periodo de cambio dinástico que siguió a la muerte de Fernando el Católico (1516), la peripecia conquense del episodio de la Comunidades (1520-22), recién estrenado el reinado de Carlos I, obligó a Andrés de Valdés, el hermano mayor, a volver a Cuenca, transmitiendo a Alfonso la merced de contino, esto es de cortesano asalariado, que hasta entonces venía aquel disfrutando.
Es poco lo que sabemos y mucho más lo intuido en cuanto a su formación y estudios. Con toda probabilidad, ni frecuentó aulas universitarias, ni, al igual de Juan, recibió tampoco grado académico alguno. Pedro Mártir de Anglería y los demás preceptores de los jóvenes nobles del entorno regio, encargados de hacer de ellos perfectos cortesanos al estilo y uso del ideal formulado unos años después por el Nuncio Baltasar Castiglione en Il Cortigiano (1528), hicieron progresar al joven conquense y sus compañeros en el conocimiento de las humanidades clásicas, aprovechando los rudimentos literarios previamente adquiridos en sus respectivas casas. Junto a esto, no hay duda seguirían la moda de leer novelas caballerescas, poetas italianos o sus imitadores castellanos y, desde luego, al gran mentor espiritual e intelectual de aquella generación, el holandés Desiderio Erasmo.
Las noticias ciertas que de Alfonso tenemos se datan con precisión a partir de 1520. Bien avezado en las letras latinas, logró instalarse como escribiente ordinario de la Cancillería Imperial, ascendiendo luego a registrador, contrarelator y finalmente secretario de cartas latinas del emperador a partir de 1526. Hombre hábil y sin duda dúctil al clima ideológico reinante entonces en la cancillería imperial, en manos a la sazón del piamontés Mercurino de Gattinara, pasando por delante de los habituales latinistas italianos, quedó convertido en un influyente personaje, que disfrutaba de la total confianza tanto del canciller como del emperador.
En 1527, desde su importante puesto administrativo y político, asumió la defensa de las doctrinas erasmistas, denunciadas ante el Inquisidor General Manrique y debatidas por una comisión de teólogos en Salamanca. De aquí arrancó la amistad y estima con que el maestro holandés correspondió a sus desvelos, según testimonia la correspondencia cruzada entre ambos a partir de entonces.
Como venía haciendo, en 1529 sigue los pasos de la corte imperial camino de Italia, donde Carlos recibiría la coronación de manos del papa Clemente VII, antes de trasladarse a Alemania. En tierras germanas quedará otra vez patente su habilidad negociadora durante las conferencias celebradas con Felipe Melanchton, representante y portavoz de Lutero, en el transcurso de la Dieta de Augsburgo de 1530. El giro de progresiva intolerancia que presidiría desde entonces el comportamiento de reformados y católicos, haría fracasar de inmediato lo que parecía comenzar con buenos auspicios. En prueba del coyuntural cambio de signo que entonces se operaba y el cierre al diálogo de ambos adversarios, cabe alegar la irrelevante presencia de Valdés durante las jornadas de la inmediata Dieta celebrada en Ratisbona. La muerte de Gattinara, el mismo año 1530, vendría a confirmar el cierre radical de las posiciones tomadas por el emperador frente a los luteranos.
A partir de aquel momento los nubarrones comenzaron a ensombrecer el hasta entonces sonriente horizonte profesional de Alfonso. En España corrían malos vientos inquisitoriales contra el defensor de la idea imperial cristiana del César Carlos, basada en el irenismo tolerante. Al razonar en el Diálogo de las cosas ocurridas en Roma acerca de la vejación de que habían sido hechos objeto el Papa y los cardenales y el saqueo de la Ciudad Eterna, seguía a Erasmo y su protector Gattinara en la justificación del papel de árbitro que Carlos quería ejercer, manteniendo la concordia entre los príncipes cristianos bajo su suprema autoridad moral, con el fin de abrir un sólido frente común opuesto a los auténticos enemigos exteriores e interiores del cristianismo.
Tampoco la defensa de una espiritualidad renovada, sincera e íntima, alejada de las ceremonias y rituales de compromiso con la corrupción clerical que había expuesto en el Diálogo de Mercurio y Carón sonaban ya bien en la añorada patria, que por todo ello le cerraba las puertas. Buscando labrarse un dorado exilio intentó refugiarse en la más amable corte napolitana haciéndose nombrar custodio del Archivo del Reino. No contaba con la inesperada epidemia de peste que obligó a la corte imperial a abandonar Viena con toda precipitación. A Alfonso se le había cruzado por medio la Parca y en la catedral de Viena quedaría su cuerpo, sepultado junto a los de las primeras víctimas del azote. Era el día 3 de octubre de 1532.
Paco Auñón
Director y presentador del programa Hoy por Hoy Cuenca. Periodista y locutor conquense que ha desarrollado...