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Tiago

A Coruña

Conocí a Tiago cuando fui a cubrir el mitin de Vox del que hablé en la anterior entrada del blog. Fue después de que se hubieran calmado los ánimos tras la carga policial. Los antifas estaban a un lado, los antidisturbios estaban al otro y, detrás de ellos, estaba yo. Un poco más atrás, los fotógrafos. Me di cuenta de que estaba en un mal lugar. Nunca hay que interponerse entre el fotógrafo y la imagen, así que me hice a un lado y me aposté junto a un chaval que miraba a los antifas. Tenía 21 años, era fuerte, atlético, con una pequeña barba rala y el pelo algo largo recogido en una coleta. Estaba sentado en su bicicleta y los observaba con curiosidad inclinado hacia adelante, como si le fascinaran. Había verdadero interés en aquella mirada, tan reflexivo que no sacó el móvil para tomar una foto de aquellos veinteañeros que coreaban consignas antifascistas: "¡Coruña será la tumba del fascismo! ¡Sin piernas ni brazos, fascistas a pedazos!" y todo eso. De repente, me miró como si fuéramos amigos. "No lo entiendo. No entiendo que es lo que quieren", confesó.

Le respondí que probablemente ellos tampoco lo sabían. "¿Qué van a conseguir con eso?", preguntó de nuevo. Como parecía que ya no iba a pasar nada más, no me importó darle un poco de conversación y le comenté mi sospecha de que los antifas eran, en realidad, tan totalitarios como los fascistas contra los que creían estar luchando con sus pancartas y bengalas, verdaderos girondinos deslumbrados por la pureza de su causa que creían que el camino al paraíso pasaba por un gulag. El ciclista asintió. "Yo estoy a favor de un estado que te ayude, pero esto...", comentó. Me di cuenta de que identificaba a los antifas con los socialistas y aquello, y su acento en el que las "r" parecían "l", me hizo sospechar su procedencia. Reconoció que era cubano y decidí tomarle el pelo un poco porque, como pueden confirmar los que me conocen, es la única forma de interacción social que domino: "Un verdadero paraíso socialista. Tengo entendido que tenéis la mejor sanidad del mundo". Su única respuesta fue un resoplido. Le pregunté si era cierto aquello que había oído de que los pacientes se tenían que traer el papel higiénico y las sábanas de casa. Lo era. Inquerí si al hospital al que iba Maradona también faltaba papel. Nuevo resoplido. "Allí solo van los niños de papá".

Fue ahí cuando le pregunté su nombre y entendí que se llamaba Santiago. "No, no: Tiago. Todavía no me han hecho santo". Tuve la impresión de que había repetido ese chiste mil veces. como una coletilla. Tiago tenía, como ya he dicho, 21. Se había marchado de la isla caribeña en cuanto cumplió los 18, harto de todo, de las clases donde les adoctrinaban en teoría socialista y de las jornadas de trabajo maratonianas donde ni siquiera te daban un bocata para merendar. El avión le había traído hasta España, donde no conocía a nadie, y había conseguido un trabajo en navegación deportiva y allí estaba, contemplando a unos chavales que probablemente adoraban a Castro. Por eso les parecían tan fascinantes: no podía comprender que unos jóvenes de su edad que habían tenido todo lo que a él le había sido negado se hubieran convertido en antisistemas que alcanzaban un paroxismo de furia al grito de "Fora fascistas dos nosos barrios!". En La Habana ya les habrían corrido a hostias hasta el Malecón, por disidentes.

Tiago no era el primer cubano que conocía que abominaba del comunismo. Claro que eso no significaba nada porque en España hay muchos que abominan del capitalismo con igual fervor. Tenía la prueba delante de mis ojos: chavales igual de desencantados por la codicia y superficialidad del capitalismo heteropatriarcal, que salen de las universidades con un título de Sociología bajo el brazo y condenados a emigrar, tal y como había hecho el cubano, para buscar un futuro. La diferencia es que ellos no emigran a países socialistas, sino a otros más capitalistas todavía.

Desde luego, Tiago adoraba el capitalismo y la democracia liberal con su énfasis en las libertades individuales, ese mismo sistema que los antifas odiaban a muerte. Me estaba explicando ya el error básico del concepto de plusvalía en la teoría del valor del trabajo comunista cuando le corté y le pregunté si iba a solicitar la nacionalidad. Me respondió que lo haría. "Tengo un bisabuelo gallego por parte de madre y mi tatarabuela era canaria", explicó. Me alegré, porque me había caído bien. En realidad, admiraba su valor y su determinación para cruzar el océano en busca de una nueva vida siendo tan joven. Pero no iba a admitirlo. "Pues cámbiate ese ridículo nombre, chaval –le aleccioné-. Si vas a ser español, tienes que esforzarte por encajar. O Santiago o Yago, pero nada de Tiago". Se rió y me dijo que había sido un placer, antes de nos despedieramos de buen humor, lo que resultó extraño en medio de tanta gente furiosa.

 

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