La bodega
Rafael Benítez Toledano
Jerez de la Frontera
Uno entra en la bodega otra semana,
pasa la galería de próceres barbudos,
pasa por media Biblia, pasa andanas
que quizá se ha bebido, pasa raudo
-de fruto de membrillo y flor de Alcázar-
el patio perfumado y soñoliento.
Ha cruzado Jerez como el que estrena
la mirada de otro, y ese terno
tejido de pavés para una fiesta.
Tienen nuestras bodegas una incierta apariencia de templo desacralizado, aunque no del todo. A González, por ejemplo, donde tengo parada y tertulia, llegamos desde San Dionisio o subimos desde la Colegial, con la certeza de que el paseo y el paisaje no se rompen, se completan. Nuestros pasos se atemperan entre el vino y el albero, como quien pisa sagrado; las conversaciones se hacen más amables y las burlas no dañan. La tertulia es casi un salmo a ese dios menor de la amistad y el buen vino, que nos anuncia su reino efímero con su trompeta muda, que llena el aire de silencio y sombra. Estos días la bodega también se queda en casa, y nos espera, y la echamos de menos.