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Los gestos de la tragedia

El periodista de la SER Pedro Fullana relata sus vivencias personales en las inundaciones del Llevant mallorquí

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PALMA

Toda desgracia desde lejos se observa con tristeza pero cuando la palpas con la mano la asumes como propia. No es lo mismo mirar desde la distancia que sentir, contagiarte de la realidad. Y más si es gente y un sitio conocido.

Imaginaba lo que podía encontrar cuando el equipo de 'Hora 25' llegara a Sant Llorenç des Cardassar pero nunca la mente fue tan lejos como la realidad. Hemos visto situaciones similares pero desde dentro todo se siente distinto. Se percibe la tristeza, la mirada de la gente penetra hasta el punto de transmitirte la pena, el drama, la sensación de vacío, la frustración. Hace frío pese a que apenas ha comenzado el otoño. La humedad penetra en los huesos. El silencio se apodera de unas calles en las que las caras lo dicen todo. Hay momentos en los que sobran las palabras y los gestos expresan las emociones y la situación a la perfección. La oscuridad trata de esconder la tragedia durante la madrugada, pero la sensación de injusticia te acompaña una vez que tus ojos han visto en primera persona lo que acostumbran a ver en la ficción.

El golpe en el primer momento es muy duro. Y si la experiencia ha sido dramática, más todavía. Pero el ser humano tiene una capacidad extraordinaria para sacar fuerzas y rebelarse ante la barbarie, para recuperarse, renacer. Ahora se ansía lo que antes era rutina y no era importante en la vida de cada uno de ellos. "No importa todo lo que hemos perdido; lo importante es que estamos vivos para contarlo" reiteran varios de los vecinos que prefieren valorar lo que tienen sin pensar en un primer momento en lo que han perdido. Y con razón, dada la envergadura de la tragedia. Y otros apostillan que "teniendo en cuenta la cantidad de gente mayor que vive en estas calles, si esto sucede por la noche el número de muertos sería terrible".

Nos encontramos con Mateu, que sostiene a su hija Aina en brazos. Tiene siete años. Vivió la tragedia desde el balcón de su casa. Es muy joven para asistir a tal esperpento pero lo relata con naturalidad. Es feliz porque viene de ayudar a limpiar "no menos de diez casas". Lo cuenta orgullosa y con un gran esfuerzo para mantener los ojos abiertos. Ha aprendido qué es la solidaridad. A veces las tragedias aportan aprendizajes y experiencias que nos ayudan en el futuro. Desde luego, vivir algo así en primera persona te hace reflexionar, ver la vida de otra forma, te das cuenta que valoramos en exceso lo banal y despreciamos lo primordial. Y te humaniza. Y te marca. Tanto como para apenas dormir pensando en lo que has visto, en su gente, sus caras, su rostro, su tristeza. Y surge en ti una necesidad imperiosa de colaborar en lo que sea.

Cuando el sol asoma, los mismos rostros reflejan una ambición y una fuerza descomunal para volver a la normalidad. Lo que la noche antes era una mezcla de pena y vacío se ha convertido, horas después, en una energía palpable para salir adelante y mirar atrás lo menos posible. Las calles se llenan de vecinos decididos a arrimar el hombro y cientos de personas llegan de todos los rincones de la isla con palas, escobas y cepillos. La mayoría, jóvenes. La mayoría, no ha cogido una pala en su vida y el cepillo lo tienen en casa de adorno, pero no podían permanecer como si nada ante una situación así. Jóvenes que desfilan sobre el lodo, sorteando coches, neveras, lavadoras y todo tipo de mobiliario que se esparce por todas las calles mientras el sonido de las excavadoras y camiones rompe el silencio sepulcral de la noche más larga. Los voluntarios llegan de forma organizada y se reúnen en el Espai 36 donde un funcionario del ayuntamiento los agrupa en equipos y los envía a un domicilio en particular o les encomienda una tarea. El local es un centro social que también sirve estos días de almacén para repartir todos los utensilios necesarios para limpiar y de comedor social para reponer fuerzas. El primer día la mayoría de voluntarios llega por libre y pregunta puerta a puerta si pueden ayudar.

La primera experiencia fue en casa de Isabel. Tiene 62 años. Vive sola. Su suerte fue no estar en su casa de la calle Cardassar, una en las más afectadas, la noche de la tragedia. Su calle se convirtió en un torrente alternativo que arrastró con todo lo que encontró a su paso. Incluso, con alguna pared. El agua entró por la puerta de la fachada, alcanzó los dos metros de altura y salió por el jardín. La marca de la pared supera el marco de la puerta de la habitación y en el jardín los coches destrozados se mezclan con el barro enrollados en las plantas que horas antes daban colorido a los márgenes del torrente. Ha desaparecido una parte del mobiliario y el resto no sirve. Pedro, su sobrino, es el que coordina el equipo aunque todo supeditado por la propia Isabel. Apenas reconoces algunas caras. De vista. La mayoría son completamente desconocidos pero hacen que el equipo funcione como un engranaje perfecto.

Hay pocas cosas que uno pueda hacer que provoquen mayor satisfacción personal

La capacidad de adaptación del ser humano es asombrosa. Uno es Guiem, que ese mismo día empezaba sus vacaciones pero optó por perder el viaje que tenía previsto e invertir su tiempo de descanso en ayudar a sus vecinos. Hay pocas cosas que uno pueda hacer que provoquen mayor satisfacción personal. Me acompaña también una pareja de Son Servera. Trabajan por la tarde por lo que han decidido dedicar la mañana a ayudar. Y todos lo hacen por iniciativa propia. Cómo los centenares de jóvenes que no tienen clase y han decidido solidarizarse. Es la luz que abre el camino del futuro y que emociona a los vecinos de más edad, especialmente sensibles ante una situación así. Durante la mañana se sumaron más voluntarios hasta el punto de vaciar la casa en poco más de dos horas. Los muebles y utensilios que nosotros tiraríamos sin pensar son recuerdos que para Isabel es difícil desprenderse de ellos. Por eso hay que ir con mucho cuidado, con tacto, paso a paso.

Hay que abrir cada bolsa, cada cajón, que todo pase por las manos de su dueña; solo ella puede y debe decidir el destino de sus recuerdos, sea cual sea su estado. Nosotros vemos algo material a lo que ella aporta un sentimiento, una vivencia, una experiencia. Solo ella puede desprenderse de una parte de su vida toda vez que el agua le ha arrebatado casi todo. No es una tarea sencilla. Y las lágrimas delatan que para Isabel tampoco. Es aquí cuando entiendes la magnitud de la tragedia por encima de los daños físicos. El tiempo ayudará a reparar ciertas secuelas pero no es fácil que te roben una gran parte de tu vida y lo que guardas de ella. Por tanto, lo que podamos, hay que recuperarlo. Y así vamos paso a paso, habitación por habitación, hasta que conseguimos vaciar toda la casa que se queda con un palmo de lodo. Ese trabajo será más costoso pero menos traumático. Y llegan más refuerzos. Más de una decena de personas en una misma casa, sin espacio, sin conocernos de nada pero con el mismo fin de ayudar a que esta pesadilla se acabe cuanto antes.

Fuera, en la calle, el montón de recuerdos de Isabel se mezcla con el de Tomeu, Miquel, Margalida o Esperanza hasta el punto que apenas puedes ver la calle. Montañas de muebles y enseres que las excavadoras meten en los camiones y desaparecen para siempre. Cada vecino tiene una historia, una vida, una experiencia. Todos se han visto unidos por una desgracia inimaginable en un pueblo como Sant Llorenç des Cardassar "porque siempre piensas que eso pasa en otros sitios pero nunca que te tocará a ti" como dice la inquilina, a la que se le escapan las lágrimas cuando los voluntarios se despiden de ella con dos besos antes de visitar a otro afectado. No le salen las palabras para agradecer el esfuerzo. Tampoco se merecen. La historia es la misma en cada casa, en cada puerta. Y así hasta que la noche vuelve a ganar terreno y el pueblo vuelve a quedarse en silencio, a oscuras. Son pocos los que se quedan, solo aquellos que no tienen una alternativa para dormir fuera. Sant Llorenç se convierte en un pueblo fantasma de noche.

El lodo dificulta el paso de regreso a casa. El frío se apodera de los pies tras tantas horas en remojo. La mirada se asoma a cada uno de los portales por los que paso porque nada lo impide. Buscas hacerte una idea mejor del daño que es capaz de hacer una catástrofe así. No hay puertas pero apenas se ve algo, solo el reflejo de algunas velas que iluminan las pocas casas en las que queda gente. Y es inevitable cerrar los ojos y pensar en la tristeza que me provocaría que desaparezcan todos los recuerdos que tengo en casa en un abrir y cerrar de ojos: los de los familiares que ya no están, los pocos juguetes que guardas de la infancia, todas las fotos de la vida de la familia, la primera muñeca que le regalaste a tu hija y que para ella sería un daño irreparable. Ya no puedo pensar más porque mi cabeza pide secar las lágrimas que mojan mi cara. Eso es lo que le ha pasado a cada uno de los afectados que asisten sorprendidos a la enorme respuesta solidaria que llena sus casas y las calles del pueblo de desconocidos, que trabajan a destajo para que las secuelas físicas desaparezcan pronto aunque las mentales quedarán para toda la vida. 

 
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