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A mi abuelita Carmen

La opinión de Antonio Cepedello

Hoy por Hoy Andújar (14/05/2018)

Hoy por Hoy Andújar (14/05/2018)

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Andújar

Es el momento al que siempre quiero volver, donde encuentro la verdadera felicidad. Era una tarde lluviosa, mi abuelita Carmen sentada en una silla de anea frente a una ventana, y un niño refugiado en su regazo echando migajas de pan a la calle para poder ver bajar pajarillos a comérselas. Parece algo tan insignificante, que no es entendible que sea para mí lo más importante de mi vida, pero se lo aseguro que lo es y cada vez más.

Esos instantes eran tan mágicos por muchísimas cosas, pero sobre todo porque me encontraba en las piernas de una mujer excepcional, de carácter sencillo, humilde de hábitos y costumbres, disciplinada y rebelde a la vez, trabajadora en todo lo que hiciera falta para dar de comer a sus hijos. Su incansable lucha no evitó que la puñetera gripe, el traicionero río Guadalquivir y un maldito resfriado se llevaran a tres de los ocho niños que engendró en su bendito vientre. Cuánto dolor arrastró desde entonces!

Estaba ya rota de tantos sinsabores y de darle bocados al aire para poder llevarle un trocito de pan a sus nenes. Engañada y a veces perseguida por los que siempre mandan. Curtida en mil batallas en Sierra Morena, donde vivió en una choza construida con ramas de jara y calentada con el estiércol de animales. Resignada y paciente, y con una belleza inconmensurable. Estaba vestida siempre con riguroso luto, desde que sobrevivió a ese despiadado genocidio del 36 y aguantó como pudo los durísimos años del hambre en Andújar.

Todavía me escuecen sus lágrimas de angustia y miedo que caían en mi espalda, mientras le leía las cartas que el más pequeño de sus hijos, el ‘Nani’, nos mandaba desde el Sahara. Se ponía a temblar cuando escuchaba por la radio lo que llamaron ‘la marcha verde’, porque temía que de nuevo podían arrancarle otro trozo de su corazón. Y sabía que el cuarto ya no podría soportarlo.

Aún oigo sus sonrisas cuando me dictaba las cartas donde le decía a mí tío que se quitara esa fea barba que se había dejado en la mili. Y yo le explicaba que ‘barba’ era con dos ‘bes’, como me había enseñado mi primer maestro, don Francisco, ‘El Ensalaíllas’. Sin saber ni leer ni escribir, me enseñó y me dejó de herencia una verdadera enciclopedia de la vida.

En mis mejores sueños siempre está ella allí, en ese instante, junto a su primer nieto, con la mirada perdida en el horizonte, y me imagino que con miles de recuerdos de tantos días de vida como le había robado a la muerte, en un destino que casi siempre la traicionaba. Luchó hasta que ya dijo basta, con un solo riñón durante mucho tiempo. Pero nunca se rindió ante nada.

Hace ya algo más de 43 años, pero aún en mis más bellos recuerdos, la escucho tararear ‘qué llueva, qué llueva, la Virgen de la Cueva’, mientras yo sonrío viendo como los gorriones se llevan mi pan mojado al otro lado de la ventana.

Mi vida vuela desde entonces con ellos, hasta donde me encuentro ahora, empapado en lágrimas de alegría y soñando con esos días de lluvia cuando era el niño más feliz del mundo junto a la más maravillosa iliturgitana.

  • ANTONIO CEPEDELLo
 

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