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EL ENFOQUE

Sobre el debate sobre el estado de la nacionalidad

'El Enfoque', por Francisco Pomares

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Canarias

Se está celebrando en el Parlamento el debate del Estado de la Nacionalidad, un clásico parlamentario en el que el presidente del Gobierno –Clavijo acaba de terminar ahora mismo- interpreta para los diputados su visión de la situación de Canarias y de las medidas que hay que adoptar para resolver los problemas que aquejan a la región, y sus señorías le replican con propuestas que a veces se convierten en resoluciones. Desde un punto de vista formal y político puede considerarse, incluso por encima del debate de los Presupuestos, la sesión más importante de cada año parlamentario, con excepción del debate de investidura, al principio de cada legislatura. El debate de la Nacionalidad es en Canarias -como el debate de la Nación para el conjunto de España-, una oportunidad de seguir los asuntos públicos más trascendentes de primera mano, un momento para fijar la mirada en la política, prestar atención al análisis que hacen nuestros dirigentes sobre cuestiones que nos atañen a todos y conocer sus propuestas para resolver los problemas más importantes.

Los primeros debates del Estado de la Nacionalidad, antes llamados del Estado de la Autonomía, despertaban interés entre los ciudadanos, sobre todo entre la gente preocupada por el devenir de la política. Hoy no es así. El desinterés por lo que se cuece en el Parlamento de Canarias –o en el Congreso, si se trata del conjunto del país- ha desaparecido prácticamente, a pesar del esfuerzo de los medios por mantener este encuentro en la agenda pública. Ocurre que la gente se aleja cada vez más de la cacofonía de la política y del ruido incesante de una clase dirigente instalada en la confrontación, en el “y tú más” y que no consigue hacer que le prestemos atención, o que nos creamos sus promesas. Es una lástima. En este debate se habla de cosas realmente importantes. Pero es comprensible que a la gente le quede poco espacio para la atención, entre los insultos que se cruzan, las acusaciones mutuas de corrupción y otras formas de envilecimiento, y el ombliguismo que hoy caracteriza el ejercicio de la política. En ese ambiente tóxico, es muy difícil que la gente normal y corriente, la que aspira a tener mejores salarios, más atención médica o a que las escuelas de sus hijos funcionen, pueda quedarse con nada bueno.

 

 
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