‘Buenos ratitos’
El comentario de nuestro colaborador nos invita a disfruta de los buenos ratitos que nos proporciona la vida.
Firma Antonio Coronil, 'Buenos ratitos'
02:32
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Algeciras
El partido terminó en la tele del Peña cuando la tarde empezaba a caer y la playa se quedaba más clara de gente. El viento se había calmado y el tórrido calor de todo el día, se había capeado con más o menos incursiones en el agua, con más o menos viajes al chiringuito. Ahora hacía la temperatura ideal. Las olas calmas, esperando que el sol se bañase en ellas, rompían en tus tobillos. Tu mirada fija en el horizonte, donde los azules del cielo y el mar se unen en una imperceptible línea blanca, muy lejos, por dónde se pierden los grandes barcos.
Las gotas de agua salada recorren tu cuerpo reseco por el salitre mientras una apacible brisa templada mueve tus cabellos. Y entonces no hay tiempo, entonces todo sobra y nada falta. Es una agradable y melosa tranquilidad.
Los febriles abuelos se asomaban a la tele después de comer. Ya se había recogido la cocina y entre el sillón y el sofá estaba la sillita del bebé. Los dos veíais la tele y los ojos de ambos, resbalaban una mirada frugal a la sillita del bebé. Estaba tranquilo y se miraba las manitas, intentado llevarlas a la boca, aunque acabasen estrelladas en los sonrosados mofletes. Su cara pasó de un ahogado puchero a un llorisqueo cada vez más insistente. La madre sabía, todas las madres lo saben, que era por hambre. Después, tiernamente entre sus brazos, el bebé recibía el alimento, en forma de hilillos mágicos que pasan de madre a hijo, como se desliza el agua de las primeras lluvias sobre la madre tierra. Una vez satisfecho su apetito, ella lo depositó entre tus brazos. Él tenía los ojos cerrados y una media sonrisa iluminaba su cara. Y tú lo mirabas, con ternura, con gratitud, y con un poco de miedo, mientras soñabas cómo se irá haciendo mayor, y qué le deparará la vida. Y echando la cabeza hacia atrás, cerraste los ojos, con una infinita paz.
Mientras en la tele sin voz, el Rey daba su mensaje de Navidad, todos preguntaban qué dónde se sentaban. Aquí la abuela, allí un sobrino rapero, más allá una cuñada, para estar más lejos de la cocina. Bueno, sentarse cómo queráis. Y ya se puede empezar, y entre langostinos y jamón, las historias de unos y de otros se iban desgranando. Y todos con el recuerdo encogido de los que ya no están en esta mesa. Y a la vez contentos, por los que estamos, otra vez, un año más. Y los comentarios se vuelven más chispeantes mientras el vino hace su labor y cuando en los platos brillan los envoltorios metálicos de los dulces navideños. Tú miras a todos, haces un barrido por cada una de sus caras, y sientes alegría, con un fondo de disgusto. Y deseas que siempre sea así. Que siempre seamos todos.
Que no te engañen. No aprenderás inglés o por lo menos no antes que todos los americanos aprendan español. No te preocupes, Trump está en ello.
Que no te mientan. Los pocos kilos que vas a perder, serán la excusa perfecta para recuperarlos lo antes posible.
Que no te engatusen. No te harás millonario. La lotería siempre toca en los pueblos dónde los loteros tienen champán y camisetas con el primer premio vendido aquí.
Tenemos trescientos sesenta y cinco días por delante. Todo está por ver, todo habrá que hacerlo. La felicidad, esa quimera, sólo consiste en llenarlos de buenos ratitos.