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El otoño de Cuenca a través de las palabras de los más famosos escritores

En ‘Páginas de mi desván’ hacemos un recorrido por las palabras que inspiró el otoño de la ciudad y la provincia de Cuenca a distintos escritores

Otoño en el río Júcar a su paso por Cuenca. / Paco Auñón

Otoño en el río Júcar a su paso por Cuenca.

Cuenca

José Vicente Ávila recupera en ‘Páginas de mi desván’ un texto literario que sirvió de guión para un programa de TeleCuenca con motivo de la declaración de Cuenca como Patrimonio de la Humanidad. Se trata del programa ‘Cuenca dorada (y adorada)’ en el que hace un repaso por los textos que inspiró el otoño en la ciudad y en la provincia a una serie de escritores y poetas.

El otoño de Cuenca a través de las palabras y los versos de los más famosos escritores

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Aguas verdes del Júcar.

Aguas verdes del Júcar.

Aguas verdes del Júcar.

Aguas verdes del Júcar.

El agua verde del Júcar inspiró a Gerardo Diego un romance que debiera ser grabado en piedra en el Paseo Fluvial o en el remozado camino del río, entre paseantes y bicicletas: “Agua verde, verde, verde / agua encantada del Júcar, / verde del pinar serrano / que casi te vio en la cuna… / --bosques de san sebastianes / En la serranía oscura / que por el costado herido / resinas de oro rezuman--, / verde de corpiños verdes, / ojos verdes, verdes lunas, / de las colmenas palacios / menores de la dulzura, / y verde –rubor temprano / que te asoma a las espumas— / de soñar, soñar –tan niña— / con mediterráneas nupcias”.

“El reflejo de la plata llena el cielo, desentrañado por el verde de los chopos del abismo y las aguas grises de sus dos ríos”, escribía Manuel Real Alarcón en su “Cuenca apasionada”. Cuenca, “la de los altos chopos”, recordaba Federico Muelas, el poeta de Cuenca, “la de los ahilados chopos que la cercan. Chopos de tan delgada línea que el viento fuerte resbala en su delgadez, como un filo, sin poderlos tensar. Chopos como encapuchados, como líricos penitentes, incendiados en litúrgicos oros al otoño”.

Vistas del Júcar desde Mangana.

Vistas del Júcar desde Mangana.

Vistas del Júcar desde Mangana.

Vistas del Júcar desde Mangana.

“Cuenca, cogollo de España”, la llamó Ortega y Gasset. Como “bella durmiente del bosque” la definió Eugenio D ' Ors. Pedro de Lorenzo sintió pasión de vértigo, y en su Relicario de Cuenca reunió artículos y adjetivos de la ciudad que conoció virginal, mágica, deslumbrante y sorprendente. “Voy a ir aliviando la cosecha de vocablos que acarrea Cuenca. ¡Cuántas veces no he de exclamar: desvariada, alucinante, cabalística, fantasmagórica, patética, hechicera, espectral, inverosímil, encantada, fáustica!..” Para terminar exclamando el escritor extremeño: “Cuenca es la voluntad suspendida”.

“Borbotón de los entresijos de la Sierra Ibérica”, según Miguel de Unamuno y “patética” para César González Ruano. El prosista de Cuenca dejó escrito: “En el rompeolas de la geografía española no existe ciudad más "patética" a mi entender que Cuenca”. Y así explicaba la definición de ese patetismo: “Patético no es exactamente triste, sino aquello que agita el ánimo infundiéndole efectos vehementes, cuyo principal de ellos es el de la melancolía”, que se hace más presente en el cambio de un año a otro, razonaba Ruano.

Río Júcar desde el puente de San Antón.

Río Júcar desde el puente de San Antón.

Río Júcar desde el puente de San Antón.

Río Júcar desde el puente de San Antón.

“Gentil y abstracta” para Camilo José Cela y “fantástica” para Benjamín Palencia, quien en una tarde de premios conquenses en Albacete, le decía a José Vicente Ávila en una entrevista: “Cuenca para mí es una ciudad fantástica porque parece un fondo de los que ha pintado Leonardo Da Vinci en el fondo de sus grandes retratos. Cuenca es fantástica en el sentido de la arquitectura, pues parece que la naturaleza ha hecho a Cuenca”. José Luis Muñoz Ramírez, en “Calles de Cuenca” nos habla del esfuerzo colectivo que dio forma a esta ciudad, “surgida como de la nada en un día cualquiera de la Edad Media. Maravilla urbanística, insólito laberinto en el que no es posible perder la senda, cajón de misterios en cada recoveco del camino, siempre descubierto en cada nueva andadura”.

Vargas Llosa (izq.) en Cuenca en los años 80.

Vargas Llosa (izq.) en Cuenca en los años 80. / Ramón Herraiz

Vargas Llosa (izq.) en Cuenca en los años 80.

Vargas Llosa (izq.) en Cuenca en los años 80. / Ramón Herraiz

Mario Vargas Llosa descubrió a Cuenca en otoño, después de treinta años de espera. El escritor peruano, que años después sería designado Premio Nobel de Literatura, le confesaba a José Vicente Ávila, desde los ventanales de las Casas Colgadas mirando a la hoz de hojas doradas y verdes multicolores, que Cuenca es uno de los casos en los que el mito y la leyenda están a la altura de la realidad”. Impresionó al escritor universal la paz que se respira en la ciudad de las Casas Colgadas que por vez primera contemplaba: “En Cuenca hay una enorme paz. Es un paisaje un poco místico, donde uno siente una especie de impulso, de elevación hacia la altura; es un contraste además muy conmovedor el paisaje de Cuenca con esa cosa tan rotunda, tan fuerte, tan áspera de la piedra, y esas notas de verdor, que ponen los árboles y el río. He tenido la suerte de venir en una época en la que los colores están enormemente matizados, diversificados por el otoño”.

Carlos de la Rica nos lleva en su lirismo por los distintos matices de la belleza conquense: “Cuenca pertenece a la categoría cabal de la belleza; es como una mujer que, sin ser perfecta ni tampoco exótica, tiene un algo especial que encandila y admira y te atrae inexorablemente”. “Amigos, vosotros sí que sabéis, y no hace falta asomaros a los balcones, que Cuenca es toda una realidad, en ese mundo de fantasía, leyenda, mito y asombro que produce en sus visitantes, siempre aquí bien recibidos”.

Raúl del Pozo, enamorado de la tierra que le vio nacer, y en la que bebió de las mejores fuentes del vocablo castellano, me decía en una entrañable entrevista: “Cuenca es la Manhattan medieval y así la considero yo. Una ciudad de la Ilustración, de canónigos y de herejes, de católicos y de ateos, una ciudad abierta, una ciudad hermosa”. “Cuenca debe aspirar a todo, porque es una de las columnas del habla española, es una pequeña Atenas entre los pinos, entre el aire y las rocas, pues tenemos las Hoces más hermosas del mundo”.

Florencio Martínez, que fue “alma mater” de la cultura conquense, proclamaba “urbi et orbi” en un espléndido artículo, como preludio de la Declaración de Ciudad Patrimonio de la Humanidad, la deslumbrante estación cultural y turística del Otoño de Cuenca: “Con un ala de roca y otra de cielo, Cuenca se encamina al infinito de su audaz vuelo” como cantaba el poeta Miguel Valdivieso: “Todos sabíamos que el Otoño llega a Cuenca como un gran señor con capa de oro, para refugiarse en sus cuarteles lentos y paradisíacos”.

 
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