Viaje de Voces
Relato Daniel Ramón
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Patricia Bolinches
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Valencia
Entre en mi despacho y me deshice rápidamente del gorro, los guantes, la bufanda y el plumífero. Todos ellos estaban repletos de minúsculos copos de nieve. Ni me gustaba la nieve, ni el frío. Estaba convencido de que nunca me adaptaría a ellos. El soportarlos no estaba escrito en mis genes. Los deposité en la percha de mi despacho y, como todos los días desde hacía cuatro años que había abandonado mi hogar en Valencia para vivir esta aventura en Finlandia, comencé un proceso mecánico que me unía a mi origen. Encendí el ordenador, entré en el buscador de internet y escribí la dirección de Radio Valencia. Eran las 8:50. Justo en ese momento empezaban todos los días las noticias locales de mi ciudad y diez minutos más tarde las de mi país. Esos veinte minutos eran sagrados. Desconectaba mis neuronas del trabajo de laboratorio y volvía a mis raíces. Durante ese intervalo de tiempo todo tornaba a ser como lo era antes de la crisis que me había obligado a dejar mi casa, mi familia y mis amigos para emigrar a un país a cuyos dirigentes, a diferencia de los míos, la ciencia les parecía algo útil de lo que no se podía prescindir. Yo era uno de esos becarios postdoctorales a los que los recortes de la crisis había dejado sin trabajo.
Repetía todos los días esa rutina. Mi día comenzaba con esa ración de noticias que significaban una vuelta a mi casa. Al principio era incapaz de discernir quién era el locutor que hablaba, pero a medida que fueron pasando las semanas fui identificando sus voces, de forma que se fueron convirtiendo, sin ellos saberlo, en mis confidentes. Esperaba que alguno de ellos hiciera su comentario diario de la situación política, o narrara las últimas noticias previas al partido del Levante o del Valencia. Incluso a veces, desde la soledad del despacho y ante el asombro de alguno de mis colegas que no hablaban castellano, les daba la razón sobre lo que decían, o les lanzaba preguntas, como si estuvieran a mi lado.
Hablando con otros colegas científicos españoles emigrados confirmé que no era un caso aislado. Muchos de ellos seguían las emisoras de sus respectivas ciudades como un bálsamo que curaba la herida de la lejanía. Y ahí fue cuando empecé a pensar que esos periodistas se habían convertido, sin probablemente saberlo, en los confidentes de decenas de miles de inmigrantes, científicos y no científicos. Eran como una especie de cordón umbilical que nos mantenía unidos a nuestro país. No recuerdo exactamente cuando comencé a pensar en ellos de forma individualizada, ni recuerdo cuando empecé a fantasear sobre como serían físicamente. Era extraño. Suponían para mi una parte importante de mi vida actual, pero no les ponía cara. Busqué sus rostros en internet pero apenas había información. Lo bien cierto es que tenía en mi cabeza sus voces, sus voces aisladas. Y estaba seguro que sería capaz de identificarlas entre millones y millones de otras voces.
No andaba errado. Eran Navidades y había vuelto a España. Como en años anteriores, exprimía las horas al máximo. Las reuniones con familiares y con amigos se sucedían en un frenético carrusel para intentar verlos a todos. Esa noche había quedado a cenar con mis antiguos compañeros de laboratorio. A excepción de nuestros jefes, el resto habíamos tenido que salir fuera de España. Para todos era claro que un científico debía irse al extranjero para acabar su formación, pero también sabíamos que, a diferencia de nuestros jefes, nosotros no íbamos a tener la oportunidad de volver cuando ya estuviéramos formados, al menos si continuaba la ceguera de los dirigentes actuales. Para ellos, sobre todo para los valencianos, lo importante habían sido otras cosas: el ladrillo con sus recalificaciones, los eventos fastuosos con sus correspondientes mordidas y el generar una estructura de poder que les mantuviera otros veinte años cobrando unos salarios que no se merecían, ni por su formación ni por su dedicación. Ese era el tema principal de conversación en aquel bar del barrio de Ruzafa cuando me levanté a pedir una nueva ronda para todos. Me aproximé a la barra y busqué el único hueco que quedaba. Allí esperé con paciencia que la camarera, que andaba abrumada preparando bebidas, se pudiera acercar. De repente mi corazón se aceleró. A mi derecha había una pareja hablando. No podía dar crédito, sus voces eran las voces que oía todos los días en mi laboratorio. Eran ellos, los periodistas de la radio. Los miré y me quedé petrificado.
Ella fue la primera en darse cuenta de mi estado. Me miró fijamente y me preguntó que me ocurría. Como pude les pregunté si trabajaban en la radio. Se rieron y lo confirmaron. Les traté de explicar de forma atropellada lo que significaban en mi vida. Entre el bullicio del bar y mi discurso embarullado entendían poco, hasta que les conseguí arrastrar con mis amigos. Les contamos como, cuando y desde donde les escuchábamos. Nos preguntaron sobre nuestro trabajo y entre risas concluimos que ellos y nosotros buscábamos lo mismo: descifrar la verdad para que la sociedad la conociera. Ellos la verdad del día a día, nosotros la verdad de las cosas. Se sorprendieron de que uno de nosotros trabajara en Holanda en algo tan raro como cuantificar cuantas bacterias se transmitían una pareja al besarse en la boca y que eso tenía importantes repercusiones de salud. Se quedaron, valga la redundancia, con la boca abierta al oír a Josep, un físico corpuscular que trabaja en el CERN, hablar con emotividad de su granja de ordenadores. Pero también nosotros nos sorprendimos de saber con que premura, y en algunas cosas con que presiones, había que dar las noticias.
Nos prometieron hablar de nosotros en su programa, de nuestras vidas fuera de España, de nuestras investigaciones y de nuestros anhelos de vuelta. Nos hicimos fotos. Ya nunca más iban a ser para nosotros una cara desconocida. Me di cuenta en ese momento de lo importante que es que alguien cuente a la sociedad lo que pasa. Me di cuenta de que los científicos deberíamos hablar más con los periodistas. Sólo así transmitiremos a la sociedad que lo que hacemos es importante, y sólo así esos dirigentes se verán obligados a apoyarnos. Y ahí nos despedimos.
Fue entonces, en Navidades y en ese bar de Ruzafa, cuando me di cuenta de que esta maldita crisis nos había cambiado la vida, pero que ese cambio también podía tener aspectos positivos. Este, el que acababa de vivir, construir puentes entre el periodismo y la ciencia, podía ser uno de ellos. Salimos del bar y respiré el aire húmedo de Valencia. No había nieve,