‘Jóvenes de ida y vuelta’
Firma Antonio Coronil, 'Jóvenes de ida y vuelta'
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Algeciras
El tren se despedía de las últimas vías de la estación. Y desde la ventana veía como chapas y ladrillos en difícil equilibrio, rodeados de somieres a modo de vallas, intentaban ser huertos o cuadras. Pensaba en que los trenes siempre salen o llegan por lo más feo de las ciudades. Es como salir al callejón al que da la puerta de atrás de los bares, donde son arrojados los bebedores de soledades.
Este tren, que ya enfila los campos, me lleva lejos de mi Algeciras. Todo está por llegar, todo está por vivir. Siento, a partes iguales, la ilusión de emprender algo nuevo y el miedo a lo desconocido.
En verdad, es casi la consecuencia lógica del camino que tomé ya hace unos años. Caminos, en plural, que es cómo se conoce ahora a la antigua ingeniería de caminos, puertos y canales. Después de la carrera, un contrato de ingeniero junior con tan poca retribución que apenas llegó para pagar las botas de agua con las que pisar el hormigón fresco.
Y currículos y entrevistas. Impertinencias y recomendaciones, pero no de las que van en sobres, sino del tipo: “el inglés, tienes que perfeccionar el inglés”. Por eso estoy en este tren. Parece que todo no ha sido suficiente. Voy a poner el acento en la tierra de Shakespeare y Mr. Bean. Serán uno o dos años, estoy seguro que me adaptaré bien, que no será tan sombrío como lo cuentan.
Con puntualidad inglesa el tren me acercaba a la ciudad inglesa donde estaba la empresa inglesa que me había contratado. Las naves industriales se alternaban con los vallados de las casas de tejado de pizarra. El gris del cielo, el rojo oscuro de las viviendas peleaban con el verde de los setos y jardines.
Mi estancia aquí, como todo en la vida, se construyó con buenos y malos ratos. La ilusión de la novedad, dio paso a la rutina de los días idénticos. Pero el sueldo era bueno y la empresa me ofrecía una posible carrera internacional.
El terco y plomizo cielo, se cala en los huesos, como el levante de los días de invierno en el Riconcillo. Y cuando remuevo con el tenedor los vegetales informes, con el siempre presente regusto a mantequilla, recuerdo las ortiguitas, que son el mar hecho verduras. Y a las afueras de la ciudad, camino al puerto, las luces de colores y banderines de una empresa de venta de coches de segunda mano, me transportan a la portada y farolillos de nuestro junio grande. Y el calor de la caldera centralizada, no se puede comparar a lo caliente que mi abuela pone el pucherito. Y las sonrisas ahogadas en cerveza negra del pub, me traen las risas de mis amigos cuando cerrábamos los bares en Trafalgar. Y las ordenadas ropas del shopping center, nada tienen que ver con el grito de: “¡a leuro, a leuro!” de nuestro mercadillo. Y el frío y emocionado Skype, me recuerda a la pantalla con la champions en la peña.
Vuelvo en el tren que me llevó. Ya estoy ansioso por ver a la familia en la estación. Las casas empiezan a agruparse, ya queda poco. Las mismas barracas que dejé, me dan la bienvenida. Hoy llego, pero no para quedarme. Vengo a dar una conferencia, un par de días, lo justo para aprovisionarme de cariños y de los manjares del sur.
Mañana, a la siete y media, cuando esté en la mesa para hablar de los impactos medioambientales de las infraestructuras portuarias en las ciudades, en la primera fila del público estarán los políticos, mis padres que tantas ausencias aguantaron y los directores de varias empresas y hasta alguien de recursos humanos.
Por eso, mi primera diapositiva será de agradecimiento por su asistencia, la de hoy. No la que dejaron de hacerme, hace dos años, cuando los currículos y las recomendaciones.
Pero en verdad, lo que me apetece decirles es que ellos, los encargados de dirigir esta ciudad, esta sociedad, no supieron, no saben todavía, ofrecernos las oportunidades para que esta comarca tenga un futuro mejor.
Ahora, sin vergüenza, aplauden mis conocimientos.