"Hermana, yo si te creo"

Aranda de Duero

Las mujeres conocemos muy bien el mecanismo por el que se cuestiona nuestro testimonio atribuyéndonos comportamientos histéricos y paranoides. Nuestro relato queda en entredicho porque somos unos seres que solo vemos fantasmas a nuestro alrededor y nuestras reacciones emocionales acaban agravándolo todo y sacando lo peor de quienes tenemos alrededor. A la vez se da por hecho que tienen que moderarnos aquellos a quienes incomoda nuestra verdad, porque ellos sí están revestidos de sensatez y prudencia. Aunque, a poco que rasques, su incuestionada credibilidad solo esté sostenida por su posición de autoridad, o sencillamente, de género.

Este patrón nos viene acompañando desde hace milenios pero, ingenuamente, pensábamos que había motivos para la esperanza cuando, contra esta permanente sospecha de que las mujeres exageramos, distorsionamos, sesgamos o directamente mentimos de manera patológica, se alzaron las voces del #MeToo para defender el relato de las víctimas a quienes sus agresores trataban de desacreditar.

A la vista de los acontecimientos, algunos muy cercanos, parece que vamos a tener que seguir defendiéndonos. Aún se cuestiona nuestra palabra, incluso aunque haya testigos y antecedentes de lo que contamos; todavía se sospecha que nuestro testimonio está distorsionado por nuestros delirios y la verdad sesgada por nuestro retorcimiento. Seguimos sin haber dado motivos suficientes para ser acreedoras de credibilidad.

Pero algo ha cambiado: por mucho que haya intentos de mantener el statu quo de quien tiene el patrimonio del relato, el punto de inflexión está doblado y no hay vuelta atrás. Nos costará más o menos, pero ahora ya somos capaces de alzar la voz, también unas por otras, para no permitir que se imponga el relato de quien, sin más pruebas que su pretendida autoridad, se empeña en seguir presentándonos como menores de edad apelando a nuestra supuesta condición de manipuladoras y débiles.

El miedo está cambiando de bando, porque ha ido calando el mensaje del “Hermana, yo sí te creo”. Qué lástima que algunos de quienes lo gritan en la calle no sean capaces ni de susurrarlo cuando lo tienen enfrente de sus narices.

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