Nos cierran hasta los bares
La Firma de Borja Barba
Palencia
Tengo la sensación desde hace algunos meses de que, en Palencia y sin dar nombres, están cerrando para siempre demasiados bares. Diría que a un ritmo de varios al mes. Bares de esos de tradición, de demostrada alcurnia. De ración de oreja y cacahuetes salados. De los que llevan con honor el sobrenombre de “de toda la vida” y aún permiten la existencia del denostado clarete en sus botelleros. Bares que sirven comida sin esferificaciones y que no han disfrutado de interioristas encargados de su diseño. Bares, en definitiva, que se definen por lo que son y no tanto por lo que ofrecen.
Lo realmente importante cuando un bar echa la persiana, más allá de lo que puede suponer para la ciudad el cierre de un negocio, son las vidas que quedan para siempre encerradas en esa barra ahora oscura, amontonadas entre las sombrillas y las sillas de la terraza. Porque tras cada cartel de ‘cerrado’ se quedará para siempre una parte de nosotros. Una parte de nuestra alma encerrada en una tasca. Como un horrocrux de Voldemort, pero sin ningún Harry Potter que venga a liberarla. Una parte que, si alguien la hubiese consultado, seguro que hubiese preferido quedarse allí dentro, encerrada para siempre. Entregada a la eternidad como los músicos del Titanic, aferrándose a una caña bien tirada como aquellos instrumentistas a las notas de su última melodía.
Para uno, que es de nostalgia aparatosa y carne de melancolía, resulta imposible desligarse de la tristeza que supone descubrir un bar cerrado. Porque al golpe económico de un negocio que muere se le une un golpe emocional de perder para siempre escenarios de una vida. Lugares en los que hemos reído, en los que hemos contado decenas de veces la misma anécdota y que nos ayudan a conservar intactos recuerdos maltratados por el tiempo.
Bares que han sido, al mismo tiempo, guarida, confesonario o diván de psicoterapia. Bares en los que podías escuchar, según hacia dónde pegaras la oreja, conversaciones sobre fútbol, sobre el tiempo, sobre toros, sobre la última esquela del barrio y sí, también, sobre política. Bares que se van, en el mejor de los casos por una merecida jubilación, llevándose con ellos para siempre una parte de aquello que algún día fuimos y de aquellos afectos que brindamos. Y no hay nada más legítimo que entristecerse profundamente por esa sensación de que el tiempo pasa y de que, quizá abran otros bares, pero habrá otros que nunca podrán repetirse.