Opinión

Pueblos condenados al olvido

La Firma de Borja Barba

"Pueblos condenados al olvido", la Firma de Borja Barba

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Palencia

No sé si habrán tenido la oportunidad de leer ‘La lluvia amarilla’, dura novela del escritor leonés Julio Llamazares en la que, con una prosa tan cruda como escogida, narra los últimos días del remoto pueblo pirenaico de Ainielle, a través de los ojos y de la conciencia del último de sus habitantes.

Es un libro que consigue extrapolar al lector las sensaciones de su protagonista de una manera tan íntima y profunda que uno acaba devorando sus páginas con la esperanza de que la angustia vital del que se sabe condenado a desaparecer en soledad concluya lo antes posible. A medida que uno avanza en la lectura, percibe con claridad lo que Llamazares trata de reflejar en sus páginas: Andrés, el último de los moradores de Ainielle, es un cadáver insepulto.

Hace unas semanas, mis ansias excursionistas me llevaron a pasar una tarde callejeando, si es que se le puede llamar así al ejercicio de moverse con solemnidad y enorme respeto entre escombros, techumbres caídas y angostas veredas, por lo que un día fue el pueblo de Valsurbio, en nuestra Montaña Palentina. Allí, encajonado y aislado a más de mil cuatrocientos metros de altitud, a la merced de las inclemencias climatológicas y al designio de unas administraciones públicas que poco hicieron por salvarlo del aislamiento, Valsurbio llegó a dar cobijo, en su escueto y modesto caserío, a alrededor de un centenar de personas, fundamentalmente dedicadas al cuidado del ganado. Allí hubo iglesia, una pequeña escuela primaria que algún día hizo presagiar mejor futuro e incluso cantina, símbolo inequívoco de vitalidad rural. Los últimos habitantes de Valsurbio abandonaron el pueblo a finales de la década de los sesenta, movidos por la necesidad de poner fin a un aislamiento que no se solucionaba.

Recorrer un lugar abandonado invita a reflexionar sobre la muerte y la inmaterialidad de las cosas importantes de la vida. Porque cuando una población como Valsurbio desaparece, no solo se desvanecen sus construcciones bajo el trabajo impenitente de la naturaleza más salvaje. También lo hacen los recuerdos, las historias personales y las vivencias que esas construcciones albergaron. Alegrías y penas. Vidas y muertes que, cuando ya no quedan testigos materiales sobre las que mantenerlas a flote, acaban devoradas por esa implacable profundidad oceánica que es el olvido.

Ya no se escuchan gritos arreando al ganado. Ya no hay confidencias al abrigo de la portada de la iglesia. Ya no hay ‘buenos días’ irrumpiendo entre los muros de piedra. El único sonido que queda ya en Valsurbio es el del fresco borboteo del arroyo, puntualmente roto por los ecos lejanos de los cencerros que, como una voz perdida entre las peñas, identifican a cada una de las vacas que por allí pacen como últimas moradoras de la localidad.

Por todos aquellos pueblos que un día fueron y que hoy ya no son. Quienes amamos lo que un día fuimos tenemos la responsabilidad de ejercer de testigos y fieles depositarios de su memoria, con columnas como la que este miércoles de noviembre comparto con todos los oyentes de ‘Hoy por hoy Palencia’. Por todos los Ainielles y todos los Valsurbios. Por todas las vidas que dejaron de vivirse, vaya hoy este modesto recuerdo.

 
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