Opinión

'Cienciaween'

La firma de opinión de Jorge Laborda, catedrático de Bioquímica y Biología Molecular de la Faculta de Medicina de la Universidad de Castilla-la Mancha

Jorge Laborda

Jorge Laborda

'Cienciaween'

03:37

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Albacete

Recuerdo mi sorpresa cuando, un 31 de octubre, solo dos semanas tras mi llegada a los Estados Unidos, en 1987, hice mi primera visita a la biblioteca de la comuna de Kensington, en el estado de Maryland, a solo unos cinco kilómetros de los Institutos Nacionales de la Salud, donde me había incorporado como investigador postdoctoral. Las bibliotecarias andaban disfrazadas de brujas, con un gran sombrero cónico y una nariz de zanahoria. En aquellos días, desconocía por completo cuál podía ser la razón de semejantes vestimentas. Venciendo la vergüenza, me atreví a preguntarles en mi más incipiente y puro inglés castizo. Me explicaron que la noche del 31 de octubre se celebraba la fiesta de Halloween, la noche de los fantasmas y las brujas, y que por eso iban vestidas de ese modo. Tras las explicaciones recibidas por las amables bibliotecarias comprendí que el día de Halloween no era sino la banalización pagana de la noche de Todos los Santos que de ningún modo se celebraba así en España. Las visitas a las bibliotecas siempre pueden enseñarte algo, incluso sin leer nada.

Los anglosajones habían convertido esa noche de recogimiento religioso en una fiesta de disfraces, en la que las familias salían al anochecer con los niños disfrazados de monstruos pedigüeños de dulces y de caramelos para amenazar a los vecinos con la conocida frase trick or treat (truco o trato). Más tarde, ya bien cerrada la noche, los jóvenes y no tan jóvenes se reunían para lucir sus disfraces, bailar y beber.

Poco sospechaba yo entonces que esta tan festiva tradición anglosajona pronto iba a saltar el Atlántico para afincarse y afianzarse en Europa, en particular, en España, país creador e importador de fiestas donde los haya. Y es que junto con tantos de mi generación que se habían atrevido a salir de España para formarse mejor en ciencia, medicina o en diversas tecnologías, andábamos ilusionados por cosas algo más serias, y, perseguíamos que España importara la tradición, también principalmente anglosajona, de la investigación científica, y dedicara un esfuerzo económico comparable a ella. Jóvenes ingenuos, creíamos que eso sucedería a lo largo de nuestras vidas y que cambiaría para bien a la sociedad de nuestro país.

Treintaicinco años más tarde de aquel episodio vivido en una biblioteca el día de Halloween, aunque la situación ha mejorado, España sigue lejos de importar la tradición investigadora y alcanzar la media del porcentaje del PIB invertido en ciencia y desarrollo por Estados Unidos, Canadá o Europa. Pero si España en su conjunto, según datos del Banco Mundial, dedica oficialmente un 1,41 % de su PIB a la investigación y el desarrollo, Castilla-La Mancha ha dedicado solo una media inferior al 0,4% de su PIB en los últimos diez años, cuando antes de 2012 llegó a dedicar el 1,14 %. Y es que en España hay tradiciones que crecen y se afianzan, las que no valen para mucho más que consumir, beber y divertirse, y hay otras, las que pueden transformar las regiones, las sociedades y los países, que, lejos de afianzarse, menguan para volver a acercarse a la nada que una vez intentaron dejar atrás. Esto sí debería darnos miedo.

 
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