Una de cal y otra de vizcaína
La opinión de Marcos Martínez
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Morón de la Frontera
La anciana se encontraba tumbada sobre la camilla, adormilada. Apenas respondía a estímulos verbales, y cuando lo hacía le costaba muchísimo mantenerse despierta. Su lenguaje no era comprensible. La disartria evitaba que se pudiera entender las palabras que intentaba articular. Las pruebas realizadas mostraban que en su cabeza el derrame había ocupado una zona de su cerebro. Su marido permanecía con ella. Sus dos manos abrazaban la mano derecha de ella y no dejaba de susurrarle al oído en un intento de que permaneciera despierta, cosa que no consiguió.
Al poco rato la doctora le informó de la gravedad de la situación. Él le comentó que ya en dos ocasiones anteriores le ocurrió lo mismo y que se recuperó. Buscaba agarrarse a lo que fuera para mantener la esperanza, pero en su interior sabía que esta vez era distinto y que todo era mucho más complicado. Continuó con sus manos sobre ella. Las lágrimas caían silenciosas por su rostro. De vez en cuando le acariciaba la mejilla y la llamaba por su nombre con voz delicada. Él no pudo contener un sollozo. Ella abrió los ojos y lo miró fijamente, pero no pudo articular palabra antes de volver a quedarse dormida.
Rafael nos comentó que llevaban juntos cinco años, la mitad cuidándola desde la primera vez que le dio un ictus. Dijo que se juntaron tiempo después de que ella enviudara, que se conocían desde jóvenes, pero la vida entonces no les dejó estar el uno con el otro. Más dijo que la vida fuera tan corta, que no les dejara estar unidos más tiempo y que hayan dejado tantas cosas pendientes.
Rafael lloraba en silencio. Si antes se mostraba contrariado, después se despidió de Paquita, agradeciéndole el tiempo que habían pasado juntos. Le recordó que pasó toda su vida deseando estar con ella, pero Paquita ya no podía oírle. La besó y se quedó llorando sobre ella.