"Un sueño pitagórico", un relato del escritor José-Reyes Fernández
En la semana de la Lotería Nacional escuchamos este relato del escritor sanroqueño
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"Un sueño piatgórico", un relato de José-Reyes Fernández
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San Roque
No soñó con ello más allá de tres veces, aunque sí las suficientes para condicionar toda su vida. La primera vez fue al final de la adolescencia. Fue un sueño raro e inquietante, producto quizás de una mala digestión, pensó, lleno de imágenes confusas que no podía explicar salvo que, al final, como una revelación premonitoria, aparecía el número 4138.
En el sueño lo percibió tan claro y nítido que, nada más despertar, lo anotó para que no se le olvidase. Quiso creer, con esa fuerza motivadora que tienen los sueños, que se trataba de algún augurio, una señal benefactora, y con esta certidumbre convenció a sus padres de que jugasen a ese número en la lotería. Los padres, entusiasmados por las facultades proféticas del hijo, apostaron con entusiasmo a aquel número, pero conforme pasaban los meses se fueron desilusionando hasta que, finalmente, se olvidaron de jugar a medida que los invadía la certeza de que su hijo no tenía ningún futuro como vidente.
La segunda vez, al filo de la juventud, cuando ya se había olvidado del número y del sueño, fue asaltado nuevamente por el confuso marasmo de aquellas imágenes inquietantes que, al final, como fruto de una destilación onírica, volvían a revelarle el mismo número: 4138. Esta vez no necesitó anotarlo para acordarse, pues a partir de entonces la cifra se hizo tan obsesiva que concluyó determinando su futuro.
Intuyó el mensaje de alguna clave intrínseca que debía descifrar. Y a ello consagró sus estudios y su vida. Se inició en el mundo aleatorio del cálculo, las probabilidades aritméticas y los enigmas cifrados de la cábala. Rastreó los inicios de la numerología y sus implicaciones astrológicas, se sumergió en la especulación hermética de los símbolos y los metales, y cada cosa le remitía a un nuevo universo de saberes recónditos y olvidados, pero no logró descifrar nada, tan solo el convencimiento, cada vez más afianzado, de que Dios no se expresaba con la arbitrariedad de las palabras, sino con la exacta precisión de los números.
Hasta incurrió, en el delirio de su esfuerzo, en el ingenio pueril de sustituir cada cifra por su equivalente numérico en el abecedario, y así se encontró, por primera vez, con cuatro letras impenetrables: DACH, sin saber si se trataba de un acrónimo, un acróstico, unas siglas o una simple abreviatura. Probó a ensayar su desciframiento e interpretación en varias lenguas, pero no obtuvo resultados satisfactorios. Al final, después de muchos años, lamentó el haber pasado su vida obcecado en el laberinto pitagórico de un sueño recurrente. Decidió olvidarse de todo ello y, en ese arduo empeño, obtuvo algunos atisbos de felicidad.
Sin embargo, algunos años después, rehecho ya de la muerte de sus padres, volvió de nuevo, con más nitidez que nunca, la pesadilla de las imágenes desasosegantes, y se vio a sí mismo en el mundo gris de una turba laberíntica de seres famélicos y desesperanzados y de nuevo se sintió marcado por el número persistente.
No tuvo mucho tiempo para extraviarse en nuevas interpretaciones, pues unos meses después fue detenido, despojado de su personalidad y vestido con un uniforme a rayas en cuyo pecho figuraba el número 4138 que lo distinguía como anónimo prisionero del campo de exterminio de Dachau.
Dios también es preciso en el delirio de sus crueldades.